Tal vez a muchos Rivera parezca divino de la muerte, pero el día que despierten con Unidos-Podemos en el Gobierno de la Nación será demasiado tarde para arrepentirse por haber hecho el primo con el voto derramado fuera del cauce natural de sus aspiraciones.
Los emergentes tienen cosas en común más allá de su alienación a derechas o izquierdas, y es su arrogancia. La del coletudo es archiconocida, no merece la pena abundar en ella. Arrogancia que se transmite como por ósmosis a través de todas sus organizaciones. Como las formas con que recitan su particular catecismo, ceño fruncido a fuerza de levantar las cejas, y cuello forzado hacia adelante simulando mayor cercanía con el público.
En el caso del ciudadano Rivera la petulancia le hace despachar recetas y vetos sin tino, más a diestra que a siniestra, con la facilidad con que el croupier reparte premios a los beneficiados por la suerte. Como novedad caída del cielo sobre el agostado labrantío del sentido común, ha deslumbrado a una parte no desdeñable de las derechas y pellizcado en los márgenes de la socialdemocracia.
De breves convicciones y larga ambición, trató de superar el estigma que pesa sobre el centrismo patrio tras los fracasos de “La operación Roca”, luego del CDS suarista y posteriormente la UPyD de Rosa Díez; un padre de la Constitución nacionalista catalán, el centrista que condujo la Transición, y una ex socialista.
Para ello salió de Cataluña envuelto en la bandera roja y gualda, cosa que siempre resulta del Ebro para abajo. No es que frente al laissez passer con que Rajoy afronta el contencioso catalán la oposición de Rivera consiga mejores resultados, pero dar la cara cae bien en este país de tanta doble vuelta.
En su estreno político nacional, las elecciones locales, echó una palada aquí y otra allá. Repartió apoyos a izquierda y derecha, con más ganas allí que aquí, buscando una pretendida equidistancia que le sirviera para hacer lo que los campesinos de su tierra llaman un pal de paller, el palo en torno al que se forma el pajar.
Llegadas las elecciones nacionales del último diciembre comenzó a desbarrar deslumbrado por Sánchez, un perdedor que le utilizó como quitamiedos para conseguir que el PP se abstuviera en su investidura. Pero alucinado por la cercanía del poder cayó en la estupidez de enajenarse a los populares con su veto a Rajoy. ¿Pero quién es éste mequetrefe que se atreve a poner y quitar en casa ajena?, comenzaron muchos a preguntarse.
Presa de aquello tan español de sostenella e no enmedalla el ciudadano Rivera comenzó la campaña actual con la misma bandera: no a Rajoy, haciendo dúo con Sánchez, su último socio. Desde donde acabo de llegar no se entiende que el gran eje de la campaña de socialistas y ciudadanos sea el no al político de enfrente. ¿Nada nuevo que ofrecer, sólo una campaña ad hominem?
Si tuviéramos un sistema electoral mayoritario, como el británico, o mayoritario con todas las correcciones precisas como el nuevo italiano o el alemán de doble voto, los escarceos del contribuyente en busca de nuevas sensaciones no tendrían demasiada trascendencia, pero no es nuestro caso. Con la proporcionalidad corregida por D’Hont la dispersión del voto en la derecha produce el efecto opuesto al deseado: el triunfo de la izquierda. Y quizá viceversa. De entre las estupideces registradas en la historia política el voto negativo se lleva la palma. Pero, en fin…