No pude menos que recordar al General Armada. Ayer tarde, escuchando a Pedro Sánchez hablar de un gobierno de independientes por él presidido, rememoré aquella pesadilla. Pero a diferencia del fallido golpe de Estado del 23 F, el militar que fingía defender la legalidad en febrero de 1982 era ahora un civil, y nada menos que el secretario general del partido socialista.
¡Un gobierno de independientes, y propuesto por el líder del socialismo hispano del siglo XXI! Notable. Bien está reconocer los excesos de la partitocracia y la futilidad de la mayoría de sus agentes, pero de ahí a renegar de la propia capacidad para llevar a cabo ideas, propuestas y el compromiso con los electores media todo un mundo. El nuestro es el de la democracia parlamentaria, como la británica, francesa o norteamericana.
La otra pertenece a diferentes galaxias, orgánicas o bolivarianas. Y el colmo se alcanza cuando se llega a hablar de independientes de todos los ámbitos, hasta “independientes de Podemos” como llegó a decir este bisoño aprendiz.
Sánchez se debatió ante los periodistas con las manos atadas por el fracaso. Y con la misma arrogancia con que se atribuyó la capacidad para formar Gobierno, hace más de dos meses, ayer dio comienzo a su campaña electoral. En cuestión de minutos desbarató sus buenos propósitos de ser positivo, hablar de futuro y demás lindezas que atribuyó a consejo real -¿aprenderá algún día a mantener la discreción obligada?- para poner como no digan dueñas a cuanto se le pasaba por la mente; es decir a populares y podemitas.
Dicen que la mentira tiene las patas muy cortas y por largas que los charlatanes tengan las piernas sus trucos acaban quedando al descubierto. Hablar de tenazas y otras connivencias entre Iglesias y Rajoy resulta estrafalario. En una sociedad madura un partido de gobierno, como el socialista español lo es, revisaría con urgencia la continuidad de Pedro Sánchez como secretario general y también como candidato electoral. Ni una ni otra figura pueden estar al servicio de un exclusivo interés personal: ser presidente del Gobierno.
Cuando ayer fue preguntado por qué tenía que ser él mismo quien presidiera el gobierno de independientes con que en la última noche quiso granjearse el apoyo de la extrema izquierda, se le acabó de cortar la pesada digestión que sufría. La razón es bien sencilla: su único objetivo político es ser presidente; como la gran Concha Velasco quería ser artista.
Aún más chusco que sus lágrimas por la pinza populares-podemitas resultaron sus reproches a los vetos, postura ésta razonable donde las haya si no fuera porque volvió a reiterar el suyo a los populares. Nada con el primer partido en las Cortes, ni hablar siquiera. ¿Por qué?, precisamente por eso, ser el primer partido; por sacarle millón y pico de votos, treinta diputados y tropecientos senadores; todo lo preciso para no poder exhibir demasiados triunfos a la hora de negociar la gran coalición.
Y ese hubiera sido el cambio de verdad; el único medio para acometer “con el peso de doscientos diputados las reformas duraderas y muy apoyadas, que al país le convienen”, como ayer mismo decía Rajoy, resulta para Sánchez cosa menor; su presidencia está por encima de todo.
El candidato socialista es demasiado poca cosa para enfrentarse al truhán podemita, y se le nota. Le teme como a un nublado el hombre de campo. Ayer dio la impresión de que se siente ante la negra posibilidad de batir el último “record histórico” que consiguió para su partido en las últimas elecciones.
Sólo le quedaría una baza por exhibir: impedir el sorpasso en las próximas. Para él, siendo tal cual es, podría bastarle para acallar su responsabilidad. Para la socialdemocracia española sería una catástrofe. Para el país, sencillamente lamentable.
Sabia observación aquella del viejo Churchill, cuando escribió que la política es más peligrosa que la guerra, porque en la guerra sólo se muere una vez.