En La Tercera de ABC escribe hoy Adolfo Suárez Illana
un artículo
que suscribo de la cruz hasta la raya.
MUCHO se está invocando estos días a Suárez y su famosa frase de «…elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». Esa es la verdadera frase, y se refería a la legalización de los partidos políticos y a la inminente democratización de España. Nada más, y nada menos. Se dio un año de plazo, y lo cumplió. El 15 de junio de 1977.
Hay quienes están muy interesados en proclamarse herederos de Suárez; por desgracia, mucho más que en aprender de Suárez y su obra, que es lo importante de Suárez, no él. Al igual que lo importante de nuestra Constitución de la Concordia es cómo se hizo y no lo que exactamente dice. El espíritu es lo esencial, no la materia; la forma consensuada de escribir, no la letra concreta que se escribe. El respeto real y profundo por el discrepante, no la impostura formal para intentar sacar del tablero político al adversario. Si algo sobró a lo largo de toda la pasada investidura, eso fue la falta de respeto. Sobran improperios, micrófonos y fotos; faltan muchas horas de café y tortilla, en un apartado rincón de La Moncloa, para que los dos grandes partidos de España, junto con Ciudadanos, acuerden las reformas que necesitamos.
Se invoca a Suárez, pero es para lanzarlo como arma arrojadiza, no para imitar sus virtudes. Con todo mi respeto, gran error. Suárez no se dedicaba a esgrimir los pactos que alcanzaba contra nadie, y quizá, solo quizá, ese es el motivo por el que fue capaz de hacer posible la Concordia entre todos los españoles tras más de un siglo de intolerancia, enfrentamientos e imposiciones. Eso, y compartir su autoría con todos, pues no es tan importante que alguien se sume al pacto, como que lo haga propio.
Otra cosa que mal casa con la reclamada figura de Suárez, e insisto en el respeto debido, es el pacto suscrito entre quienes han quedado segundos y cuartos para desbancar a quien ha quedado primero. Si algo caracterizó a Suárez fue su capacidad para incluir al adversario, no para excluirle o arrinconarle. Si estudiamos con rigor sus pasos, los de Suárez, descubriremos que: primero, ofreció un generoso consenso a todas las fuerzas políticas para llegar a las primeras elecciones de 1977, y lo hizo desde una presidencia que, si bien no era democrática todavía, sí estaba comprometida con la democracia hasta sus últimas consecuencias. Luego, ya siendo un presidente democráticamente elegido, se siguió mostrando generoso con todos los grupos que obtuvieron representación parlamentaria para alcanzar las sólidas bases de un moderno estado social y democrático de derecho: nuestra Constitución de la Concordia de 1978. Y cuando perdió las elecciones, perseveró en su generosidad y sentido de Estado ayudando a todos los presidentes que ha tenido este país, desde entonces y hasta su enfermedad. Incluso con sus votos en alguna investidura, aun cuando no fueran determinantes, pues creía que quien había sido protagonista de la Transición, debía apoyar con ese gesto a un partido socialista que volvía al poder democráticamente tras largos años de represión. Era una forma de culminar aquel irrepetible periodo. Pero nunca pasó por su cabeza usar su fuerza política para arrebatar el gobierno a quien, legítimamente, había ganado las elecciones. Eso no es normal en la calle, ni debiera ser normal en el Parlamento… Ni siquiera el propio Felipe González pensó en desbancar a José María Aznar en 1996, cuando perdió por un estrechísimo margen. Es más, se ofreció a colaborar con su abstención para favorecer la investidura en una segunda vuelta. Es cierto que hoy nadie debiera cantar victoria, porque nadie puede formar gobierno en solitario; tan cierto como que necesitamos un gobierno que albergue a los tres partidos constitucionalistas de este país, pero al igual que no se debe excluir a Ciudadanos, aun no siendo matemáticamente indispensable, tampoco se puede pretender apartar o relegar a quien ha tenido mayores apoyos.
Me chirrían profundamente los oídos cuando oigo invocar el nombre de mi padre y la Transición para, acto seguido, mostrarse arrogante y despectivo con el presidente del Gobierno. Es cierto que recuerdo a un Suárez arrogante en el Congreso de los Diputados, una vez; pero fue ante las pistolas humeantes de los golpistas, no ante un presidente del Gobierno, por mucho que, como él en aquel entonces, estuviera en funciones.
No quiero que se me malinterprete; esto no es una reprimenda contra nadie. No estoy intentando hacer defensa de un partido o una persona. Pero con la misma libertad con la que otros le citan, me permito hacerlo yo, con todo el respeto del mundo hacia quien piense lo contrario. No estoy en posesión absoluta de la verdad sobre mi padre, ni nada que se le parezca. Me alegra profundamente que se reclame la obra de Suárez –mucho más que su figura, pues así me lo repitió él mismo cientos de veces–, pero que se haga con obras, no con posturas. Imítense su virtudes y apártense sus defectos, que también los tuvo. Que no sirva para la exclusión de nadie, menos, la de un presidente del Gobierno que, con sus aciertos y errores –como mi padre y todos los demás– ha prestado importantes servicios a este país. Es fundamental que aprendamos a seguir construyendo sobre lo ya construido, que no renunciemos a nuestros sólidos cimientos; si nos dedicamos a demoler cada cuatro años, jamás alcanzaremos a levantar ese edificio al que se refería Suárez el 6 de abril de 1978, cuando pedía ayuda para construir un edificio que tuviera una habitación confortable para todos y cada uno de los españoles… solo se lamentaba de que se le exigiera cambiar las tuberías, los cables eléctricos, las paredes y ventanas sin que dejara un solo día de haber agua o luz, y que no molestara ni el ruido, ni el polvo de las obras… Sigamos exigiendo mucho, ¡pero sigamos construyendo juntos el país que necesitan nuestros hijos!