La cuestión no es aquel “quo vadis” de la leyenda que se narra en el apócrifo libro de los apóstoles dedicado a San Pedro. De las pocas cosas que Sánchez ha dejado claro es adónde quiere ir. La incógnita es “de qué va Sánchez”. Porque no acaba de entenderse que alguien en sus cabales quiera construir algo positivo anatematizando, dando portazos y engañando más a propios que a extraños; en fin, haciendo el gamberro como si no tuviera que rendir cuentas, además de a sus conmilitones y votantes, a los contribuyentes que mes a mes pagan sus gastos. Después de reiterar que él no se reúne con Rajoy, escribía hoy en su teléfono: “Ni chantajes ni vetos ni líneas rojas”. Con un par.
Mal camino para llegar a La Moncloa. Y si llegara tal y como va, peor para todos.
No es que los demás partícipes de este despelote nacional estén dando ejemplo de cómo poner los cimientos del consenso suficiente para gobernar los problemas del país, pero Sánchez ha creado escuela. Hasta Girauta, periodista de buen sentido, utiliza la portavocía de C’s para arrojar al presidente de los populares a las tinieblas exteriores. Con qué autoridad, en nombre de qué o de quién se arrogan el poder de juzgar, sancionar y, sobre todo, de retorcer la expresión de la ciudadanía en las urnas son cuestiones que merecen algo más que desplantes mirando al tendido.
En el fondo todo ello son paradigmas del fenómeno que hoy mismo Joseba Arregui describía magistralmente en un artículo en El Correo: “Los herederos de Dios”.
Viene a decir en él, apuntando a los neomarxistas de la Escuela de Fráncfort, que “a la expulsión ilustrada de Dios del escenario público le sigue la entrada inevitable de nuevos dioses al mismo escenario, pero habiendo perdido los hombres la capacidad de reconocerlos como dioses y de desenmascararlos”.
Y acercando el tema hasta aquí, sigue escribiendo:
“Los políticos se han convertido en los herederos de Dios: basta escucharles decir que si existe voluntad política todo es posible. Como para el Dios de san Buenaventura, quien decía que Dios podía crear todos los mundos que quisiera: solo dependía de su voluntad. Parece que todo funciona según la idea de que «yo soy bueno, tengo la mejor intención del mundo, luego deben votarme, o al menos dejarme gobernar aunque no tenga votos».
O basta ver la proclama de que es posible al mismo tiempo cumplir con el déficit, no subir impuestos, gastar más en el sector público, deshacer las reformas del mercado laboral: como si fueran omnipotentes, como si las reglas de la aritmética no valieran para ellos. O basta verles afirmando que donde están ellos está el centro, o el cambio, o la progresía, y por supuesto la verdad y la justicia.
Solo desde esta idea de omnipotencia se puede intentar responder a la pregunta siguiente: ¿cómo es posible que un partido, el PSOE, que se niega ni siquiera a hablar con el partido que ha obtenido el mayor número de votos, el PP, habiendo pactado algo con un partido minoritario y sin sumar entre ambos, ni de lejos, la mayoría necesaria para formar Gobierno, se crea en y con el derecho de esperar y exigir del partido con el mayor número de votos la abstención que le facilite poder gobernar?
Solamente sintiéndose heredero de Dios, omnipotente, pensando que la realidad no es más que escenario para poner de manifiesto mi subjetividad, mi voluntad absoluta que puede predicar diálogo, entendimiento y mestizaje, y al mismo tiempo negar la palabra al partido que mayor número de votos ha conseguido.
En el fondo de todas estas posiciones, incluida la de que el mayor número de votos da derecho a liderar el Gobierno, sin más, se encuentra una defectuosa comprensión de la democracia, del Estado de derecho y de la aconfesionalidad que le debe caracterizar.”
Eso, de qué van y a dónde unos y otros.