Acabo de ver la conferencia conjunta de prensa que han celebrado en La Habana Obama y Castro. Pocas veces habrá sudado tanto el americano para hacerse acreedor del Nobel de la Paz que le fue concedido aún antes de entrar en la Casa Blanca. El papelón ha sido antológico. Castro habló poco; Barak le cubría las cuestiones sobre libertades y derechos humanos mientras Raúl hacía como que no le funcionaban los auriculares. Pero cuando al fin hablaba lo hacía con los auriculares puestos ¿quizás atendiendo al guionista?
En el colmo de la desfachatez repreguntó a una periodista si sabía cuántos derechos humanos hay, y en el mundo entero cuántos países los cumplían en su integridad. Ninguno se apresuró a auto responder, pero Cuba es el que más cumple: hasta sesenta y uno. Ni más ni menos.
Y no satisfecho con la balandronada, concretó desafiante ante el sucesor de Jefferson: «No concebimos que un gobierno no defienda el derecho a la salud, a la salud social, al salario igual por trabajo igual y los derechos de los niños. Nos oponemos a la manipulación política por los derechos humanos. Cuba tiene mucho que decir y mostrar en esta materia«. Con un par.
Bajo la casulla del Nobel de la paz, Obama había confesado con delicadeza: «Seguimos teniendo diferencias muy serias, incluidos la democracia y los derechos humanos«, para añadir poco después, “estén seguros de que EE.UU. va a seguir hablando en nombre de la democracia para que la gente de Cuba defienda su propio futuro«.
Seguí la conferencia a través de la retransmisión que ofrecía en directo The New York Times. Naturalmente ningún medio local estaba en esas, Granma y la televisión cubana difundían comida enlatada sobre el cambio de relaciones entre las “dos potencias independientes” mientras recordaban que el deshielo no cambiará nada sustancial.
Así lo demostró el presidente del partido, del gobierno y general de los ejércitos cubanos cuando un periodista norteamericano, nacido en Estados Unidos de cubanos exiliados, le preguntó por los presos políticos, el dictador replicó airado como el profesor del chiste ante el alumno sabihondo: “nombres, nombres”. Pero sin cara de chiste; le salió la rabia del policía malo hasta entonces oculta tras un par de gracietas en plan Fidel. Y cuando otra voz quiso tener respuesta a pregunta tan insólita en la corte castrista, Raúl miró el reloj y dió por terminado el recreo.
En cuestión de minutos, John Kirby, del norteamericano Departamento de Estado replicaba “no sé si tenemos una lista exhaustiva pero claramente aún hay personas detenidas por razones políticas y eso sigue preocupándonos”. Y un par de horas más tarde aparecía una lista con cuarenta y siete nombres.
Que la visita tiene rango histórico está fuera de dudas; la llegada de los americanos a través de los vuelos comerciales, ferrys marítimos, internet, comercios, nuevas empresas, y todo aquello con que soñaban las buenas gentes castellanas de “Bienvenido míster Marshall”, terminará con el castrismo. Nadie sabe en cuántos años, seguramente menos de lo que ellos mismos piensen; las libertades tienen efectos demoledores, el ansia de vivirlas derribó muros y sistemas como bien sabemos en la vieja Europa.
Durante más de medio siglo los Castro han mantenido aislado del resto del mundo a lo que ha ido quedando de aquel pueblo que les abrió puertas y corazones en nombre de un mundo mejor. Al bloqueo decretado por la administración demócrata de los Kennedy/Johnson tras aquellos trece días de septiembre de 1962 sucedió un embargo del que apenas queda otra cosa que el nombre; el eslogan con que los gerifaltes cubanos justifican la caribeña Muralla China con que mantienen la finca indemne de contagios.
Y aquí, en la España de hoy, medio país preocupado por si Iglesias, Echenique y Errejón levantan su embargo particular a las infinitas ansias de llegar a la Moncloa de un tal Sánchez.