Sí, cosas ha hecho bien en circunstancias muy difíciles, como él dice reclamando su derecho a la investidura, pero la salida del impasse no va de derechos adquiridos sino de escaños, de los apoyos necesarios para armar el gobierno sólido y estable que España precisa. Y no parece factible que a Rajoy le asista la capacidad de conseguirlos.
No será ésta una legislatura al uso; capeado el temporal de la crisis quedan aún muchos y graves destrozos por reparar, comenzando por la ruptura catalanista, siguiendo por el paro y concluyendo en un sentimiento generalizado de derrota como la sociedad española no sufría desde que vive en democracia. En cuajarlo se ha empleado a fondo Sánchez con su equipo desde que comenzaron a notar los primeros síntomas de bonanza.
Rajoy, efectivamente, presidió el salvamento de una crisis que destruyó miles de empresas, millones de puestos de trabajo y miles de millones de euros. Las cuentas nacionales están más o menos ordenadas, pero la nación está desordenada. La corrupción es endémica; no está circunscrita a un partido concreto, ni siquiera al mundo político; es la sociedad la que hoy arrastra ese lastre por lo ancho y largo del país. No se conoce región en la que no haya florecido, ni partido con capacidad de gobierno libre de chorizos. Y resulta poco alentador que los recién llegados que más chillan traigan sucias las manos antes de meterlas en harina.
Con las pestañas quemadas en la letra pequeña de las cuentas fiscales el Gobierno Rajoy perdió de vista el horizonte, y las costuras de la nación comenzaron a deshilacharse. En unos casos por perderse el sentido de pertenencia a una potencia que engendró todo un continente con el que sigue compartiendo lengua y patrimonio cultural comunes; en otros, por abandonar a su suerte cimientos de toda sociedad como la educación, y siempre por una incapacidad enfermiza para comunicarse con los demás.
Tampoco los actuales mandamases socialistas han perdido un minuto en salvaguardar la memoria de lo mejor que dio de sí este país, pese a haberlo gobernado veintisiete de los cuarenta últimos años.
Cuán lejos han quedado aquellos “soy español, español, español” y “campeones, campeones” con los que una inmensa mayoría mostraba su orgullo tras conquistas deportivas como la Eurocopa del 2008, el Mundial de fútbol del 2010, en ambos casos con la crisis ya encima, e incluso en la siguiente Europa del 2012, cuando ya se hundía la nave. Aquellas demostraciones de euforia que protagonizaban millones de españoles viendo a catalanes, aragoneses, vascos, madrileños o manchegos siendo cómplices en el juego del equipo nacional, eran mucho más que folclore.
Mandela, que entendía como pocos las necesidades de un pueblo partido por el odio tras una historia de explotación colonial, aprovechó el deporte para movilizar a las gentes por la vía de la unión y las enseñanzas del esfuerzo compartido. Antes de que España ganara el Mundial de Johannesburgo, el Premio Nobel de la Paz había llevado a Suráfrica el de rugby, y ganándolo alumbró en negros y blancos la necesidad de hacer posible la democracia en el país más dividido de la Tierra.
Entre los actores subidos a los titulares de la actualidad aquí no se vislumbra al posible protagonista de la restauración de los destrozos causados por la crisis y secuelas, como la demagogia y el descaro. El cuerpo social no exhibe las defensas necesarias para atajar el leninismo de Iglesias y compañías, ni sus principales valedores muestran la agilidad suficiente para concertar las claves de las reformas pertinentes.
Sánchez no puede tratar a Rajoy como paria intocable, negándose a todo contacto mientras se proclama abierto al dialogo. Ni Rajoy seguir colgado de esa convicción tan suya de que siempre acabará cayendo maná del cielo. El mejor final que cabría esperar del encuentro pendiente entre ambos es que uno y otro acordaran echarse a un lado para dejar paso a quienes, en sus propios partidos, sean capaces de mirar al futuro por encima de sus sombras.
Lo demás, ganas de perder el tiempo… y quizá la Historia.