Cuando florece una encuesta el paisaje político se nubla de estupideces. Conviene suponer que, de puertas adentro, alguien habrá en cada partido que estudie hipótesis y las consecuencias que quepa extraer de la opinión pública auscultada.
Si así no fuera, lo que se ve incita a mandar a paseo esa superestructura que consume parte de nuestros dineros en nada productivo. Podemos no tiene la exclusiva de la indignación; bueno, ni de nada regenerador.
Pero esa moda estrafalaria de lo políticamente correcto impide juzgar, llamar a las cosas por su nombre. Lo justo está preterido, olvidado al pié del tótem de lo establecido: el relativismo, el mirar de soslayo, el pan para hoy, el todo gratis y demás lindezas debidas a las llamadas conquistas sociales.
La política que necesita España ha de estar fundamentada en lo que es justo; no desde lo políticamente correcto, concepto éste ambiguo donde los haya, sino desde valores y los principios necesarios para reemprender la marcha interrumpida por la maldita crisis y los errores incurridos por el conjunto de la sociedad; no sólo de los políticos.
Lo justo significa atribuir a cada cual lo suyo, lo que requiere conocer la realidad y actuar sobre ella y no desde lo que cada cual quiera ver, ni de las convenciones tácticas del momento. Nada que ver con las lisonjas al electorado y demás formas de demagogia frecuentemente disculpadas por una falsa corrección política.
Los programas con que nuestros partidos se plantan ante el electorado juegan un papel semejante al del taburete al que se suben los oradores en el speaker’s corner del británico Hyde Park; una mera señal de que están ahí. Ni unos ni otros suelen atraer la atención del personal, pero en nuestro caso sería interesante destriparlos para ver la mercancía de matute que llevan dentro.
Sería útil para reponer la justicia sobre la corrección política; por algún sitio hay que empezar.