Alguien ha roto la “conllevancia” con que Ortega se refería a las relaciones entre Cataluña y el resto de la Nación. A Mas ya sólo le falta echar en falta a Franco y proclamar en su campaña por la secesión que aquel jefe del Estado sí que entendió a Cataluña; catorce visitas y hasta con un ministro en el Consejo encargado de los asuntos de aquellas tierras, Gual Villalbí se llamaba.
Durante el desarrollismo franquista Cataluña fue el modelo de modernización del país, como lo es hoy Shanghái en la China comunista. Con la mano de obra barata que el subdesarrollo del resto del país enviaba a aquellas provincias se establecieron grandes industrias en un país de botiguers y allí se abrieron las primeras autopistas españolas. Otro ministro catalán de Franco fue el guionista de aquellos Planes, López Rodó.
Entre la geografía y la idiosincrasia de sus élites, Cataluña fue desde los años sesenta hasta los ochenta del pasado siglo la avanzadilla cultural de España. Las grandes editoriales llevaban por todo el mundo la creación literaria hispanoamericana. La Eñe de nuestro idioma mucho le debe a los editores catalanes.
¿Qué pasó para que se rompiera el círculo virtuoso de aquellas décadas, rememoradas como un restauración de aquella renaixença del siglo XIX y del modernismo siguiente?
Cataluña dejó de ser el pal de paller de la España democrática; saciados de libertad, amnistía y estatuto de autonomía, el gran eslogan de los años iniciales de la transición, sus dirigentes se ensimismaron. Volvieron al pasado que soñaron sus románticos del XIX, Balaguer, Bofarull o el Piferrer que añoraba “las felices épocas de los Raimundos y los Jaimes”, a quienes no consintieron que sus libertades “fuesen holladas por mano de Rey” y hasta el mismísimo 11 de septiembre, hoy tan celebrado.
Sumidos en un mundo de reivindicaciones sin final comenzaron a explotar un victimismo patológico mientras jugaban al toma y daca con los gobiernos de la Nación: inversiones y control de la educación a cambio de estabilidad parlamentaria; hasta las olimpiadas del 92 celebramos allí para conmemorar el quinientos aniversario de la gran gesta española, el nacimiento de la Hispanidad.
Bajo el impulso de Pujol, el gran conductor del nacionalismo burgués, la política comenzó a discurrir en una sola dirección: fer país, y Barcelona se volvía provinciana a la par que Madrid tomaba la antorcha del dinamismo cultural y económico de España.
Sus sucesores no tienen dedos para el piano, y contra su torpeza en el gobierno y cercados por la corrupción no han hallado mejor remedio que prender la mecha de la deslealtad, del incumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien, en palabras de la RAE.
Volviendo a Ortega, si la lealtad es el camino más corto entre dos corazones, los desleales sediciosos qué difícil han puesto la conllevancia.