La operación Carmona, por llamar de alguna forma a la última torpeza de Sánchez, está por explicar. Aparentemente deja sus cosas peor de lo que estaban. Si el aspirante socialista a la presidencia del Gobierno pretendía regalar a Podemos mayor confort en el consistorio madrileño, le ha salido el tiro por la culata. Con Carmona como verso suelto dentro del grupo socialista la situación de Carmena es hoy más inestable que hace una semana,
No cabe suponer que la caída de Carmona persiguiera tal inestabilidad. Sánchez sabe que alcanzar la mayoría parlamentaria necesaria para llevarle a La Moncloa depende de Podemos tanto o más que de sus propias fuerzas. Y así viene actuando desde que comprobó el mal de desafección que aqueja a los votantes socialistas de antaño; algo similar, por cierto, a lo que sucede en la orilla popular.
¿De qué puede tratarse, entonces? Cada vez con mayor frecuencia buscamos alguna lógica a lo que, sencillamente, no la tiene. Es lo que viene caracterizando decisiones como la que comentamos; y otras, como lo del exministro de Educación en la embajada ante la OCDE.
Por ello no conviene perder demasiado tiempo en elucubrar sobre el empellón propiciado por Sánchez a Carmona. Ya le ningunearon durante la última campaña electoral. El partido que suele adornarse con el manto de las primarias volcó sus mejores esfuerzos en el candidato al gobierno regional de Madrid, designado por el dedo de Sánchez, y dejó al pairo a quien las bases del partido querían ver al frente de la alcaldía de la capital.
Por ello resulta sarcástico alegar hoy que han sido sus malos resultados electorales la causa del golpe de mano ejecutado en el grupo socialista del ayuntamiento. Y el colmo del sarcasmo es ofrecer al perdedor un asiento en el Senado. ¿En qué país vivimos?
La respuesta de Carmona no podía ser otra: váyanse ustedes a la mierda sin contar conmigo, que yo me quedo donde me pusieron los votantes socialistas de la capital.
Sabido es que la democracia interna en los partidos es eso que unos y otros reclaman siempre al de enfrente pero nunca practican en su propia casa, pese a ser exigida por la Constitución. ¿Será éste uno de los puntos en que todos se pongan de acuerdo a la hora de su reforma? Y borrar aquello de que los representantes no estarán sometidos a mandato imperativo alguno podría ser el segundo asunto para el consenso.
No resulta ocioso traer a colación en este último punto la sentencia que hace ahora treinta años dictó el Tribunal Constitucional sobre el derecho de los ciudadanos recogido en el art. 23.2 CE: “…garantiza, no sólo el acceso igualitario a las funciones y cargos públicos, sino también que los que hayan accedido a los mismos se mantengan en ellos sin perturbaciones ilegítimas…”.
Desde los podemitas a los regionalistas pasando por socialistas y populares, todos actúan ya como si tales garantías democráticas no estuvieran exigidas por la Constitución. Aunque resulte insólito no todos los políticos son tan pastueños como para no decir “hasta aquí hemos llegado”. Y cuando se suelta un verso la poesía queda coja, inestable; los compromisos pueden no llegar a cumplirse, etc.
¿Se imaginan que el gobierno municipal de Madrid terminara recayendo en la lista más votada en las recientes elecciones municipales? Nada tan natural podría resultar más extraño en la España de hoy.