El debate celebrado esta mañana en el Congreso vuelve a poner de manifiesto la levedad, por decirlo suavemente, del líder socialista. Ni el país ni su partido se merecen tan poca cosa al frente de una alternativa de gobierno solvente.
España no está para tertulianos, calificación académica que Sánchez no termina de superar. Y es una lástima, porque las alternativas a su izquierda encierran más peligro aún.
No se puede entrar en un debate con una pila de folios con tantos errores como palabras le han escrito. Y en los márgenes, el apunte de cuatro gracietas con ínfulas de convertirse en titulares de prensa y apertura de los informativos de radio y televisión.
Y es que la política tiene otra dimensión; no basta la buena planta ni impostar la voz para sugerir que se están diciendo cosas trascendentales. El “mire usted” ya no asusta ni al que tendría que mirar, por la sencilla rezón de que no hay nada que ver.
Parece como que Sánchez no advirtiera que la confianza es un intangible que conviene no perder, como le recordó Rajoy. ¿A qué grado de confianza puede aspirar el político que niega lo que son evidencias para la mayoría? Oír la sarta de datos mal enhebrados, falaces o simplemente erróneos no constituía precisamente un plato de buen gusto.
El PSOE ha sido un partido fundamental en la vida democrática de la nación desde la Transición, y muchos socialistas y no socialistas desean que continúe siéndolo. De otra forma podría terminar contribuyendo a reeditar el pandemónium que acabó con la democracia en los años treinta del pasado siglo.
Por esa extraña pendiente van los acuerdos con el leninismo fascista de Podemos y otras mareas del mismo pelaje. Actos de esa naturaleza revelan la incapacidad de los actuales jefes del partido de Iglesias I, el genuino, para construir propuestas solventes de futuro. Serias y autónomas, más allá de la negación permanente del otro.
Renunciar a esta tarea de armar una arquitectura sólida para afrontar el futuro con alguna garantía de éxito es echar la democracia en brazos de la demagogia. Y de la demagogia, esa forma corrupta de la democracia como la definió Aristóteles, resulta harto difícil salir por las buenas.
Los demagogos se hacen con el favor de la masa halagando sus instintos más primario y acaban confiscando el poder en nombre del pueblo; un pueblo pronto sometido a los dictados del demagogo, a la dictadura. ¿Acaso no está deslizándose la Grecia de Tsipras por ese terraplén?
Tsipras llegó al gobierno prometiendo la luna; a la hora de toparse con el sol escurre el bulto tras un referéndum; se cisca en su resultado e impone al pueblo lo contrario de lo que prometió, del resultado del referéndum y del sursum corda; que no decaiga. Y aquí para algunos el referéndum fue un acto ejemplar de democracia…
Lo dicho, España no está para tertulianos.