“Cueste lo que cueste / se ha de conseguir…” cantaban los carlistas, tres guerras civiles en el siglo XIX, luchando para que sus regios pretendientes entraran en Madrid. La misma consigna de aquel Oriamendi se oye hoy de catalanes víctimas de otro sueño, ahora inculcado desde el propio Estado, que eso es la Generalitat.
No están tan lejanos unos de otros, tradicionalistas y separatistas, aquejados ambos del mismo sueño integrista que se envuelve entre velos romántico-historicistas. Como entonces, los esfuerzos serán coronados por la frustración que producen las causas imposibles. O inútiles.
Hay que reconocer que entre aquellos como Ramón Cabrera y el Arturo Mas de hoy se dan muchas diferencias. La principal, que al cabo de los años y de dos guerras perdidas el Tigre del Maestrazgo alcanzó a comprender que luchar por el trono del llamado Carlos VII carecía de sentido tras la proclamación de Alfonso XII.
Qué sentido pueda hoy tener la secesión de una región en la España autonómica de la Constitución de la Concordia es un enigma de difícil explicación. Y de tanto llevarlo a cuestas de aquí para allá, ayer hasta la Zarzuela, sus promotores acabarán como las caracolas, perdidos dentro de su caparazón.
Lo de los carlistas costó catorce años de guerras civiles y cerca de doscientos mil muertos, lo que se dice pronto. Esperemos que los animadores del delirio actual no lleguen tan lejos.
A estas alturas de la construcción europea, y de tantas otras cosas más, lo del separatismo hispano trae a la memoria aquel ingenioso titular con que el NYT informó de la intentona de Tejero, “Militares disfrazados de época asaltan Congreso Diputados”.
No deja de ser notable que sean precisamente los principales escenarios de aquellos enfrentamientos decimonónicos, Cataluña y el País Vasco, donde hoy sigue azuzándose el fuego de un nacionalismo de vía estrecha, la insolidaridad y la vulneración de derechos humanos tan básicos como el respeto a la pluralidad. En suma, de la libertad individual.
Es lo que pasa cuando se pervierte la política para convertir al pueblo en sujeto de derechos que la democracia atribuye a los individuos; a los ciudadanos, a los hombres libres de que hablaban aquellos atenienses sabios de siglos atrás.
Cuando los políticos hablan del pueblo conviene tomar precauciones para no sentir ganas de invadir al vecino; o de conquistar Polonia, como confesaba Woody Allen después de escuchar demasiado Wagner.