Al fin una decisión política de envergadura, limpia, justa: el reconocimiento del derecho de los sefardíes a la nacionalidad española. Lo aprobó ayer el Congreso de los diputados. No sin que desde la oposición se reclamara igual derecho para los saharianos, con un par, o la supresión de las condiciones para acceder a la nacionalidad española, tan elementales como probar su ascendencia y conocimientos básicos de su futuro país.
Parece como que no hubiera forma de salir indemnes de la basura acumulada por semanas de trapisondas partidarias para catar poder. Es aberrante confundir a los saharauis con los judíos expulsados de España hace cinco siglos y cuarto, por cierto dos siglos y siglo y medio después de que lo fueran respectivamente de Inglaterra y Francia.
Si estos políticos de hoy hubieran cultivado la memoria histórica más allá de nuestra última guerra civil podrían saber que estaban haciendo patria al seguir el largo camino abierto en 1812 por la primera Constitución que introdujo aquí la libertad religiosa, y que más de un siglo después cubrió una primera meta, 1924, con el Real Decreto Ley que abría las puertas de la nacionalidad a los “protegidos” por los consulados españoles que dejaron de serlo al suprimirse el régimen de capitulaciones en Turquía.
Poco antes de aquel hito, en la Universidad Central se creó la cátedra sobre civilización judía y el rey Alfonso XIII era nombrado presidente de honor de la Unión Hispano-Hebrea. Décadas más tarde otro rey, Juan Carlos I afirmaba en Salónica “España desea reincorporar al tronco de la cultura española a todos aquellos que en su día se sintieron españoles”. Ahora otro rey, Felipe VI, firmará la Ley que cierra definitivamente el paréntesis de extrañamiento a un pueblo español, que eso significa sefardí, abierto en 1492.
Uno de los momentos álgidos de esta reparación se había producido en las Cortes Constituyentes de 1869 que establecieron definitivamente la libertad de cultos. El 12 de abril, durante el debate sobre la cuestión, Emilio Castelar ridiculizó a su oponente Manterola, para quien España no perdió nada con la expulsión de los judíos, citando casos de sefarditas eminentes en la historia.
“Y sin remontarnos a tiempos remotos –seguía– ¿no se gloría hoy Inglaterra con el ilustre nombre de Disraeli, enemigo nuestro en política, enemigo del gran movimiento moderno, tory, conservador, reaccionario, aunque ya quisiera yo que muchos progresistas de aquí fueran como los conservadores ingleses? Pues Disraeli es un gran novelista, un grande orador, un grande hombre de Estado, una gloria que debía reivindicar hoy la Nación Española”.
Aquel era otro mundo. Quien luego fuera el último presidente de la I República, quizá el mejor orador político de nuestra Historia, concluyó su discurso de réplica al canónigo carlista Vicente Manterola:
“Señores Diputados… ¿cree el señor Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el señor Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso.
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí sino el humilde Dios del Calvario, elevado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo diciendo: ‘Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que hacen’.
Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir: libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres”.
Efectivamente eran otros tiempos; tiempos de políticos y política con mayúsculas.