Quién controla a quién. Desde que hace treinta y un años nos cargamos a Montesquieu, cada día resulta más difícil discernir entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Y por esa vía hemos llegado a hacer realidad aquel pronóstico que Guerra emitió recién instalado el PSOE en el Gobierno: “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió”.
Efectivamente. La democracia parlamentaria está amenazada, y no precisamente por los recién llegados al campo de juego que de momento no pasan de moscas cojoneras. El peligro radica en la malversación de los valores básicos del sistema.
Vamos con uno: las reglas de juego establecidas por acuerdo previo entre sus agentes, y que todos libremente han prometido cumplir, están para ser respetadas.
Y lejos de respetarse se vulneraron cuando la Ley Orgánica de la Justicia, 1985, retorció el texto constitucional sobre el mecanismo de nombramiento de los altos magistrados.
“La Justicia emana del pueblo…”, comienza diciendo la Constitución sobre el Poder Judicial, frase que dio pié al pedestre silogismo de que si emana del pueblo la Justicia y el pueblo está representado por diputados y senadores, estos han de ser quienes designen el órgano de gobierno de quienes imparten la Justicia.
Pero, ¡ay! aquel primer artículo seguía diciendo que “…y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”.
Independientes y sometidos únicamente al imperio de la ley. Ni más ni menos. Para afianzar ese principio esencial de la independencia, pocos artículos más adelante establecía el texto constitucional que “El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado…”.
Tan mal concepto tenía aquel primer gobierno socialista de los jueces de entonces que decidió arrebatarles la capacidad de elegir nada, y puso la designación de los veinte en manos de los partidos políticos. Este singular modo de fomentar la independencia en la cúspide de la judicatura, con el tiempo y otras medidas, fue permeando demasiadas carreras judiciales de política partidaria, de uno y otro lado que lo mismo da.
No es para andar tranquilos; en Italia unos cuantos jueces puestos en 1992 a limpiar el país de la corrupción, la tangentopoli, se cargaron a los dos partidos mayoritarios en una especie de pim-pam-pum, cada magistrado tirando contra los de enfrente. Dos años después comenzó el espectáculo Berlusconi, nueve años para dejar la República hecha unos zorros.
El poder, siempre el poder; ¿jurisdiccional, político? La mezcla siempre resulta explosiva.