Se ha instalado en la opinión política el principio de que los votos cuentan menos que los apaños. Tener más votos no significa ganar unas elecciones; eso queda para las democracias del tres al cuarto, con sistemas electorales mayoritarios, o de segunda vuelta, como la británica, la alemana o la francesa.
En la nuestra la mayoría de sus agentes ha decidido tirar por la calle de en medio: el país se divide en dos, la derecha y el resto; y todo lo que la derecha no cope por mayoría absoluta corresponde a ese resto donde vivaquean socialdemócratas, comunistas, radicales antisistema y otras minorías sociales.
Las diferencias dentro de tan heterogéneo grupo no son de matices; en la mayoría de los casos los separan profundas quiebras históricas, ideológicas, sociales y culturales. Pero acaban siendo salvables gracias al calor del poder. ¿En qué más pueden coincidir Manola Carmena y Antonio Miguel Carmona, por poner un ejemplo?
El sistema electoral, acordado en un lejano día por centristas y socialistas sin que a ninguno de ellos satisficiera del todo, tenía dos objetivos primarios: pluralidad y estabilidad. Para procurar su respeto se eligió un sistema proporcional corregido, con el fin de primar a las fuerzas principales. Entre paréntesis, es lo que acaba de importar Italia, modelo entonces de lo que había que evitar. Y otro secundario, estimular el diálogo entre los agentes políticos cuya ausencia provocó catástrofes como la de 1936.
El sistema proporcional no favorece la formación de mayorías absolutas. Los legisladores se llevaron la gran sorpresa en las elecciones del otoño del 82, cuando la descomposición de UCD y el buen hacer de González catapultaron al PSOE hasta la primera de las dos mayorías absolutas que ha registrado. Y si el PP alcanzó otras dos en el 2000 y el 2011 fue por la debacle de los socialistas. Las demás elecciones se saldaron con mayorías relativas en la que el partido con más escaños se alzó con el Gobierno sin mayores problemas.
El bipartidismo ha protagonizado nuestra democracia parlamentaria. Los dos grandes partidos coparon entre el 80% y el 92% del total de los 350 escaños del Congreso, años 1989 y 2008; y en las últimas, 2011, ese porcentaje bajó hasta el 85% debido a la crisis del PSOE.
Ahora, cuando nuevas formaciones han irrumpido con fuerza en el ruedo nacional, las mayorías absolutas serán poco menos que imposibles. Ello supone negociar objetivos y acordar principios para la gobernabilidad de las instituciones. Cerrar ese diálogo a cuantos, de uno y otro lado, representan partes sustanciales de la sociedad para recluirlos en nuevos guetos o gulags políticos será una insensatez histórica; como siempre lo ha sido.
Los votos deberían contar más que los apaños. A muchos nos gustaría disponer de sistemas electorales como el francés o el británico o incluso como el alemán. Entre todos sí se puede,si se les aprieta lo suficiente; como a la «recta astuta» que pasa por tres o más puntos si se curva lo suficiente.