Casi nada es como era. En la capital del mundo se quedan a oscuras la Casa Blanca, el Capitolio, la Secretaría de Estado y hasta los museos de la Smithsonian Institution. Quién iba a aventurarlo hace unos años, y qué decir del hecho de que un afroamericano nacido en Honolulú, Barack Hussein Obama II, llegara a presidir aquel país.
Aquí las cosas no llegan tan lejos. Nos arredran los cambios, no somos país de crecimientos naturales; lo nuestro va del inmovilismo pastueño al guerracivilismo más cruel, con salvadas excepciones.
Una de ellas se registró en los años setenta del pasado siglo, cuando la disolución del franquismo abrió las puertas de la democracia parlamentaria en la que desde entonces vivimos sin mayores sobresaltos y, en todo caso, similares a los que de vez en cuando sacuden al resto de las naciones libres del planeta. Bien pocas, por cierto.
Para algunos, son ya demasiados los años transcurridos sin echar los pies por alto, matar curas y rojos, o hacer añicos el estaribel de los tesoros nacionales. Son los que dicen sentirse marginados y se entrenan para dictar las reglas de un nuevo juego; juego tan viejo como la momia de Lenin que Putin protege en la Plaza Roja, al pié de la muralla del Kremlin.
Ellos, como otros ensayos de renovación más formales que radicales, se hacen notar por la desafección con que muchos españoles sienten hoy ante un sistema agarrotado por la estenosis producida por dos tumores fatales para toda democracia, la corrupción y la partitocracia.
Parece como si la irrupción de nuevos aspirantes a la conducción del país hubiera exacerbado los instintos de conservación más primarios en las formaciones políticas que hasta ahora lo han venido haciendo. El “no nos moverán” de los esclavos algodoneros que popularizó Joan Baez en español, primeros años 70, pero destinado a conservar posiciones más que a derribar barreras.
La reciente reunión de seiscientos dirigentes populares es fiel reflejo de hasta qué punto asustan los cambios en una organización que habría de estar en permanente revisión táctica para adecuar sus fundamentos estratégicos a las corrientes de la sociedad. Lejos de eso, se dieron un baño de autoafirmación sin dejar que versos sueltos distrajeran la atención sobre el reclamo fijado por el mando: el triunfo sobre la crisis nos dará la victoria.
Tal vez no venga mal el ejemplo en un país de veletas como lo es el nuestro, siempre claro está que esa fijación de la veleta mayor en un mismo punto no sea mera consecuencia de su oxidación. Esa es la incógnita que muchos quisieran ver despejada en el centro derecha.
Y qué decir de aquel centro izquierda levantado por González, destrozado por el adanismo de un tal Zapatero y que no encuentra en sus filas referente al que seguir. Prácticamente irrelevante en Cataluña, Galicia y País Vasco, con el alma dividida entre los nacionalismos regionales y la socialdemocracia, y sin más discurso que el de la negación del día cuando es de día.
Más allá de las consabidas carencias de empatía y demás virtudes que cimentan los liderazgos democráticos, ¿tienen los responsables políticos, y también los irresponsables, alguna idea sobre el país que quisieran para convivir todos libre, justa y pacíficamente?
Efectivamente, no les moveremos mientras nos sigan haciendo votar mediante las listas electorales. Entre todos se les puede hacer cambiar si se les aprieta lo suficiente, pacíficamente, claro.