Tenía la oportunidad de haber demostrado que su partido sigue siendo una alternativa de Gobierno seria, fiable, con metas definidas; la desaprovechó. Él mismo disponía de una ocasión única en la que revelar la enjundia necesaria para hacerse cargo de las riendas del país, mostrar el horizonte que pretende conquistar, y convencer de que lleva en la cabeza la brújula para no perderse entre eslóganes y picardías; se la cargó. Así fue, aunque el aparato socialista se pusiera a media tarde a votar lo contrario en la encuesta de El Pais.
Probablemente éste haya sido el primero y último debate sobre el estado de la Nación en el que participa Pedro Sánchez. No parece que la presidencia del Gobierno esté a su alcance, pero tampoco seguir ejerciendo el liderazgo de la oposición que hoy detenta.
Desde que Felipe González se sometió en 1983 al primer debate de este género veinticinco ediciones se han sucedido. Todas ellas polarizadas en torno a los dos partidos con capacidades de gobierno, socialistas y populares; el resto vienen siendo comparsas, actores de carácter, cuando más. Pues bien, nunca como ayer un opositor salió tan castigado de la sesión. La carencia de un esquema medianamente trabajado, el temerario juego con cifras erróneas, un guión hilvanado sobre cuatro latiguillos y el inevitable “en qué país vive usted, señor Rajoy”, dio ocasión al presidente para vapulearlo sin remedio.
Un listillo del partido filtró que durante el fin de semana Sánchez había estado trabajando su discurso ¡con el concurso de Felipe González! Imposible. Alguna influencia de ese tipo cabría intuir en las cuartillas que leyó para terminar su réplica y contrarréplica, pero ni su peor enemigo habría avalado un discurso propio de un calentón en cualquier tertulia televisada, no para presentar una alternativa en el Congreso.
Muchas cosas exige la política: sentimientos, audacia, inteligencia, dedicación, pero también profesionalidad. Y ésta está por ver en Sánchez, como también en la mayoría de los oponentes que ayer hablaron. Resulta desolador oír hablar a los comunistas de libertades, y de nada a la señora de magenta.
Liderar un partido como el socialista en la España de nuestros días no está al alcance de cualquiera; no es cuestión de simpatía y buenas maneras, ni de telegenia probada en un programa de televisión. Y requiere en cualquier caso arroparse con un equipo capaz de mejorar al propio líder; así ha sucedido en los casos de éxito vividos en nuestra democracia. No parece que eso curse hoy en la secretaría general del PSOE, a juzgar por lo visto ayer.
Abrir dos frentes de batalla produjo el eclipse de Napoleón y que Alemania perdiera las dos guerras mundiales del pasado siglo. Sánchez desestimó experiencia tan contrastada y quiso abarcar en su discurso los dos frentes que le atenazan: el de los Populares de Rajoy y la amenaza de Podemos por su flanco izquierdo. Y un tercero más: sus propios compañeros. Lo que consiguió fue un cuadro desenfocado de la realidad que habrá desconcertado a muchos de los votantes no militantes de su partido.
Un socialdemócrata no puede mantener por mucho tiempo ese doble frente. Pugnar con Iglesias por ver de quién es la calle, quien más rojo y demás, es insensato. Los votos que por ahí pudiera retener o recuperar no compensarían los que se le fueran por su derecha. Lo indica la función estadística representada por la campana de Gauss.
El PSOE tiene un problema. Su actual dirigente resultó patético, como apuntilló el popular.
Muy acertados tus juicios sobre lo que llaman debate del estado de la nación, pero no te olvides de otro patético predecesor apellidado Rodriguez que desgobernó España durante dos legislaturas.