El bipartidismo, todo lo imperfecto que se quiera, es la expresión política natural en una sociedad desarrollada de nuestro tiempo en la que progresistas y conservadores, o socialdemócratas y liberales dicho de otra forma, concentran la gran mayoría de opiniones e intereses. Constituir los ejes vertebradores de la sociedad política es su responsabilidad, que dejan de cumplir cuando la partitocracia asfixia a la democracia.
El hecho es que no han sabido, querido o podido ajustarse a la realidad y desembarazarse de las ventajas que les fueron conferidas para levantar en medio de un erial político, hace treinta y seis años, toda una democracia parlamentaria.
La debilidad de un cuerpo social ajeno al ejercicio de sus responsabilidades cívicas durante cuarenta largos años ha hipertrofiado las funciones de los partidos, convertidos hoy en maquinarias de poder sin mayores contrapesos. La profesionalización de los militantes, convertidos en agentes políticos de su propio interés, ha producido un empobrecimiento penoso del Parlamento y de la propia alta administración del Estado.
Cómo extrañarse del eco obtenido por el “no nos representan” con que saltaron a la arena los últimos llegados al festín. Quién va a sentirse representado por los actores de un sistema que suma medio millar de encausados por la Justicia, o en partidos incapaces de concertar solución alguna para los problemas reales de los españoles, desempleo, corrupción, educación, etc.
Ni tampoco para cortar de raíz la secesión puesta en marcha por la felonía de un presidente regional.
La singular estrategia con que enfrenta el problema el responsable del Gobierno nacional ha podido servir para no exacerbar la sinrazón independentista, pero esa especie de tratamiento criogénico no ha logrado poner en razón a los sediciosos que siguen su marcha destrozando principios democráticos tan elementales como el respeto al pluralismo o el simple cumplimiento de las leyes a las que deben su posición.
La situación creada por la insensatez de Mas y sus porteadores ha cogido a la oposición fuera de juego, con el PSOE enfrascado en un conflicto no resuelto durante años entre su ser socialista y el burgués nacionalista catalán y vasco. Su estructura interna, teóricamente federal, no le ha servido para cumplir el papel vertebrador que en la sociedad española le corresponde por historia, peso y relaciones internacionales.
La dialéctica política está enrocada en términos de difícil conjunción. La mayoría parlamentaria tiene un objetivo primario, salvar la crisis económica; la oposición socialista, reformar la Constitución. Los primeros, tratan de crear los empleos precisos para que el paro deje de ser la primera preocupación social. Los segundos, para acercar la Ley a las inquietudes o sensibilidades del momento.
Opuestos de esta naturaleza son normales en la vida de las democracias parlamentarias. Lo que no es normal es que la democracia se sustancie no en la Cámara de la soberanía nacional sino ante las cámaras de televisión y a golpe de redes sociales sin contraste; una democracia virtual en la que las cosas no son como son sino sólo como parecen. Lamentablemente hemos llegado a crear la atmósfera precisa para la demolición del sistema desde dentro; y sin mayores esfuerzos, como corresponde a un mundo de menguadas exigencias éticas.