La matanza de los autores semanales del Charlie no tiene nombre. ¿Execrable, repugnante?, vale. Sin renunciar al buenismo que la adormece, Europa se lanzó a cantar “Marchemos hijos de la Patria/que ha llegado el día de la gloria/ El sangriento estandarte de la tiranía/ está ya levantado contra nosotros…” Y todos fuimos Charlie, pensáramos lo que pudiéramos haber pensado sobre Charlie Hebdo. Porque el derecho a la vida está impreso en nuestro ADN. El de la libertad de expresión también, pero después. Lo dicta la lógica; donde no hay vida los derechos no florecen.
¿Caben límites a la libertad de expresión? Como toda libertad, sus límites están en el derecho de los demás a vivir también su propia libertad. La pregunta pertinente en este caso es si el semanario satírico cultiva esa prudencia o por el contrario hace de la mofa, o incluso el escarnio, su razón de ser. Y la cuestión se radicaliza cuando afecta a sentimientos profundos, como los religiosos.
Y ahí comienza el problema. El Charlie Hebdo puede parodiar o tomar a chacota símbolos cristianos, como lo hace, y no pasa nada más allá de la lástima que pueda suscitar en los creyentes de esa fe, la única cuyo Dios fue sacrificado por los hombres. Pero no todas gozan de esa liberalidad acuñada a lo largo de una historia de contradicciones dialécticas durante siglos.
Las cruzadas dejaron paso al humanismo renacentista, éste al siglo de las luces y de él a las revoluciones burguesas que alumbraron la democracia, etc. Dialéctica que acabó depurando desde la Inquisición hasta las tiranías comunistas y fascistas.
Esa lenta marcha hacia el mundo de libertades en que hoy viven las democracias occidentales no ha sido vivida por las sociedades musulmanas. Cuando ayer el presidente Hollande decía en Paris que “el Islam es compatible con la democracia” estaba haciendo un mero juicio de valor sin fundamento real. Porque no sólo es que, de hecho, ninguna sociedad musulmana vive en democracia, sino que en su seno no son reconocidos principios tan básicos como la igualdad de géneros; por citar un solo ejemplo.
Decía ayer a los periodistas el papa Francisco: “Vamos a París, hablemos claro: tenemos la obligación de hablar abiertamente, de tener esta libertad, pero sin ofender”. Antes había afirmado que “no se puede asesinar en nombre de Dios”. Y abundaba en la libertad de expresión comentando que “decir lo que se piensa es una obligación para ayudar al bien común. Cuando un político no dice lo que piensa no colabora con el bien común”.
¿Podría hablar así algún preboste del Islam, algún líder de ese mundo que el presidente francés considera compatibles con la democracia?