La patochada le ha salido brillante: de mamporrero de los republicanos izquierdistas a mantenido por los socialistas. Así acaba la peregrina carrera de Mas hacia el abismo. No se ha atrevido a enfrentarse con el procesamiento al que le empujan los de Junqueras, y hace bien. Trata de mantener el embuste hacia la parroquia –tres generaciones escolares adoctrinadas por el pujolismo-, hablando de urnas de papel o de lo que sea, el caso es que habrá consulta, dice el pobre. Y de los presupuestos, vence el plazo, para qué ocuparse si al final los de Sánchez están llamados a sacarlos adelante.
El llamado President sigue soñando que el apoyo socialista es la baza que necesita su flamante secretario general para enseñar públicamente a Rajoy cómo el diálogo es posible. Es su red de seguridad. Y así, de penca en penca, de referéndum en consulta y de consulta en encuesta, el personaje sobrevive en el Palau como el Patufet en el vientre de la vaca, al abrigo de las inclemencias del tiempo. Ver cómo sale será otra cuestión; el pequeño Garbancito catalán lo hizo de forma escatológica.
Mas ya no es tema, Rajoy lo ha disuelto en seis meses con su arma más letal: el no moverse. Ese es la gran mérito del popular, no haber caído en las mil y una provocaciones utilizadas por unos para mantener enhiesta la fabulación secesionista, y por otros empeñados en encender un patrioterismo tan estúpido como el de los sediciosos.
La cuestión gravita ahora sobre el partido socialista. Su portavoz en Cataluña, Iceta, resumió en cuatro puntos las coordenadas del terreno en que están dispuestos a jugar: combatir la crisis, proteger el Estado de Bienestar, regenerar la política y un nuevo acuerdo para la reforma constitucional. Parecen dictados por el sentido común, al menos los tres primeros.
Que en las circunstancias actuales un gobierno se dedique a combatir los efectos de la crisis parece obligado cuando en aquellas tierras, por ejemplo, una quinta parte de la población no tiene trabajo; o cuando los recursos que obtiene no dan para pagar la farmacia, otro ejemplo; o cuando los bonos emitidos para financiarse ya huelen a basura. Y lo mismo en cuanto a la protección del Estado de bienestar posible, ¿cómo no hacerlo viable?
Lo de la regeneración política será cuestión más traumática. Tanto o más que cualquier otra región española, Andalucía incluida, en la catalana la corrupción tiene carácter estructural. Es una red que todo lo cubre, desde lo más alto de las instituciones políticas o culturales hasta la última obra pública, concurso, licitación, incluso medios de comunicación. La complicidad compartida ha mantenido a cubierto millares de malversaciones y demás tipos de delitos que se nutren de la omertá entre sus agentes.
Y en cuanto a la reforma constitucional, antes de perder el tiempo convendría saber ¿para qué? Si la pretensión es encauzar la sedición, los esfuerzos serán baldíos. Los nacionalistas han sido claros: el federalismo no es lo suyo; no les sirve. Lo que vienen persiguiendo desde que aquel “patriota” llamado Jordi Pujol cayó en cuenta del poder que ponía en sus manos la transferencia de las escuelas no se resuelve en una Constitución; precisa de dos.
De cómo jueguen los socialistas sus bazas cerca del gobierno catalán dependen muchas cosas: desde la vuelta a la racionalidad de la política catalana, lo que no significa el final del separatismo, hasta la supervivencia de un partido socialdemócrata capaz un día de volver a gobernar la Nación.
Sustraerse al uso del eslogan como argumento y a jugar con cartas marcadas no les está resultado sencillo; tal vez asumir una nueva responsabilidad de gobierno, por limitada que pudiera ser en la Generalitat, les ayude a cerrar el largo paréntesis que abrió aquel Rodríguez Zapatero de infausta memoria, el del «Estatut que apruebe el parlamento catalán”.