La tentación de halagar a quien escucha es fuerte en el político y prácticamente insuperable en períodos electorales; que se alcance ya es otra cuestión. Ayer en Barcelona Ramón Jáuregui, el segundo de Valenciano en la papeleta socialista para Europa, más que hablar de ésta quiso terciar en el asunto catalán abriendo una espita para aliviar la presión secesionista.
No está claro que Mas y quienes le empujan estén dispuestos a cambiar su órdago por un simple envite. El único triunfo que tienen en sus manos es precisamente el farol de haber echado el órdago por delante. Cosas del mus que Jáuregui, como vasco, habrá mamado desde chico. Las aspiraciones de los separatistas no van por más autonomía, y de la solidaridad con el resto del país que dicen les roba no quieren ni hablar. ¿Qué pretende pues el ex ministro de Zapatero con su mensaje de la reforma constitucional?
Quizá apañar algunos votos de esa parte de la burguesía siempre acomplejada que no sabe cómo romper amarras con el nacional-pujolismo, o de entre quienes gustan del mensaje de Ciudadanos y otras minorías pero temen que sus votos no vayan a servir para nada. Y frente a los suyos, afirmar el mensaje del federalismo que lanzaron hace unos meses para evitar, inútilmente, la fuga de parte de sus dirigentes. Todo ello muy legítimo.
Pero ya no es tan lícito inventarse un procedimiento para cambiar la esencia de las cosas al margen de las reglas para hacerlo. Y la Constitución que él mismo defiende establece con meridiana claridad (artículos 167 y siguiente) que los proyectos de reforma como el que ayer hilvanaba han de ser, primero, aprobados por las dos cámaras –dos tercios en cada una de ellas-, y a continuación disolverse inmediatamente las Cortes para que las nuevas Cámaras vuelvan a estudiarlo, lo ratifiquen y sometan a referéndum.
Salvo que la pretensión sea tan simple como cortar la legislatura de mayoría popular, ni en tertulia de café cabe plantear disolver las Cortes actuales para convocar otras que comiencen el estudio de la reforma constitucional. Porque eso significa que las siguientes, suponiendo lograran el necesario consenso para aprobar la nueva Constitución, habrían de disolverse inmediatamente para que otras nuevas ratificaran lo aprobado y convocar el referéndum.
Es decir, dos elecciones generales en qué ¿nueve, dieciocho meses? ¿Es que no hay parados suficientes como para dedicar los mejores esfuerzos a fomentar la creación de empleo; acaso ya están saneadas las cuentas públicas, comenzando por las de la seguridad social, o las carencias del sistema educativo, de la investigación, etc. se han resuelto ya? Demasiadas cuestiones pendientes en la administración ordinaria del país como para distraer durante un par de años la atención de los responsables públicos. Y de los privados también.
Abrir un período constituyente exige ciertas condiciones necesarias para cerrarlo con éxito, comenzando por compartir desde el inicio un horizonte común y la forma de alcanzarlo. ¿Podrán darse teniendo pendientes tantas confrontaciones electorales de por medio?
Seriedad, por favor.