Proponer a estas alturas una reforma constitucional para cambiar las raíces del Estado anulando la identidad de la Nación, es una forma de tirar pa’lante el problema catalán, como el puntapié que el jugador de rugby propina al balón para defenderse del acoso y seguir avanzando. ¿Ganar tiempo? tal vez, pero a costa de un precio seguramente prohibitivo y con escasas garantías de éxito.
Parece que cayo en el olvido aquel corolario de la conllevancia a que llegó uno de los más lúcidos observadores del ser español, Ortega y Gasset, hace ya muchos años: Cataluña es un problema con el que tenemos que convivir.
En célebre discurso en el Congreso de la II República, mayo de 1932, decía Ortega que “después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en la vida individual hay algún problema verdaderamente importante que se resuelva? La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen no pocas alegrías”.
Si no padeciésemos la penuria cultural vigente, la ignorancia que tapona las experiencias histórico-políticas vividas en este país, podríamos sacar más provecho de lo que nuestros mejores nos legaron. Durante la Transición alguien se ocupó de revisar experiencias entonces más recientes, como aquellos debates sobre los que se construyó la II República y su Estatuto catalán. Y los constituyentes del 78 siguieron los pasos del diputado republicano Ortega y Gasset. Así nació la política autonómica, frente a la definición federal del Estado.
Ortega había dicho a los representantes catalanes que si querían llegar a resolver su problema no presentaran su propuesta en términos de soberanía, como ahora hacen Mas y compañía, sino en términos de autonomía. Y precisaba que “autonomía significa, en la terminología jurídico política, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto– progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y además progresiva”.
Porque soluciones definitivas no caben ante los problemas que plantean los nacionalismos particularistas, sentimiento que, en palabras del mismo Ortega “se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos. Mientras éstos anhelan lo contrario: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos”.
Y seguía, “reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad.
Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en suma hacerlo más insoluble que nunca”.
Frente a esta lección del fundador de la Agrupación al Servicio de la República, la salida que los socialistas vienen ofreciendo hoy para calmar las ansias de los secesionistas catalanes, la conversión del Reino en un Estado federal, representa en el juego político lo mismo que la patada a seguir en el rugby, ese deporte de villanos jugado por caballeros según el dicho sajón: «Football is a gentleman’s game played by thugs and rugby is a game for thugs played by gentlemen«.