“Si se trata de servir al bien común, ponme a un lado el honor y al otro la muerte, y miraré a los dos sin alterarme; pero que los dioses me sean adversos si no amo al honor más de lo que temo a la muerte”. Shakespeare, Julio César.
Si el valor no fuera el instinto en los valientes, algo así pudo pasar por la cabeza de Adolfo Suárez antes de enfrentarse a los golpistas que irrumpieron a punta de pistola en el Congreso de los Diputados. Fue hace treinta y tres años. Iba a ser el último día de su mandato presidencial al que puso un punto y aparte con su dimisión “para que la democracia no sea una vez más un paréntesis en la Historia de España”.
Sin un reproche y exagerando la autonomía de su decisión aquel hombre joven trató de salvaguardar la supremacía de la soberanía popular recién conquistada. Dejar hablar libremente al país había sido su hilo de Ariadna; con él pudo y supo dirigir la salida del laberinto de la autocracia franquista, y conducir a la Nación hasta a la democracia.
Fueron cuatro años, poco más de cuatro años, que justifican la vida de un político de excepción, como hoy es reconocido. En 1981 la sociedad española disponía ya de todo lo necesario para afrontar los problemas ordinarios porque los fundamentales ya estaban resueltos. Hoy, a la vuelta de los últimos años vividos entre la penumbra de su dolencia, se va con la tranquilidad del deber cumplido.
Adolfo Suárez es la mejor prueba de que no pesa sobre el español carga alguna que le incapacite para el diálogo, aunar voluntades, transigir y al mismo tiempo llevar al de enfrente a salirse con tu voluntad. Habilidades y virtudes no tan frecuentes, razón quizá por la que su ejercicio suscite tanta admiración como incomprensiones.
Las circunstancias amoldaron su forma de gobierno. El consenso, indispensable en los tiempos germinales de un sistema integrador, acabó impacientando a los notables de su propio partido que minaron su liderazgo. Ellos tardaron catorce años en recuperar el poder político que el presidente Suárez les había facilitado, y el país perdió las formas que hoy tanto se echan en falta.
Las formas, y el fondo; el patriotismo que le llevó a anteponer los intereses del Reino sobre todo lo demás. Entendía que el gran desafío de un presidente es superar la parcialidad para representar a la totalidad, sobremanera cuando está presente el riesgo de la ruptura.
Llegó a la presidencia entre la sorpresa y estupor de la mayoría del país, y de la envidia celosa de los pequeños grupos de aquel sistema. Alguien bien lejos de éstos como el profesor Aranguren, separado de su cátedra entonces, escribió en “El País”: “A la mayor parte de los ciudadanos españoles nos tiene sin cuidado que en el ranking autoestablecido [de reformistas] figuren en primer lugar Areilza o Fraga y sólo muy atrás Adolfo Suárez. Nuestro lema es más bien Hágase el milagro… Siempre tendrán mayor éxito de masas los jóvenes desconocidos cuya promoción pueda celebrarse con fiestas populares en Cebreros que los condes ex falangistas o los fascistas viscerales detentadores con el franquismo de las más importantes embajadas.”
Eso fue parte de su capital político, la normalidad; una personalidad abierta al servicio de los demás, y por ello atenta a que el logro de una España para todos no se ponga en peligro por los privilegios de unos cuantos, como prometió en su primer programa. Devolver a la vida pública actual aquellas ambiciones, una sociedad vertebrada por las instituciones, privadas y públicas, y un Estado basado en la solidaridad de sus regiones, sufragado con equidad por sus ciudadanos, libres e iguales ante la Ley.
Emular su ejemplo será el mejor homenaje que brindarle puedan los actuales dirigentes políticos y sociales. Adolfo Suárez amó lo que de honorable le fue dado, y su muerte es el descanso tras el sacrificio en el ara del bien común.
Hasta aquí cuatro pinceladas de urgencia sobre el primer presidente de la democracia española. Para su familia, y para mí mismo, reservo los sentimientos durante años vividos y el producido ahora por su partida.
Los valores básicos, son los mismos para las personas que para los políticos. Nuestros políticos de ahora no saben de valores, y yo me pregunto ¿de qué saben?, pues los objetivos no se cumplen. El puedo prometer y prometo ….