Es curioso que el mismo mes en que la oposición ganaba la elección presidencial el presidente saliente registrara el mayor índice de aprobación de todo su mandato. Acaba de ocurrir en Chile. Reconocimiento o sarcasmo, poco importa; el caso es que Piñera, el empresario que ha gobernado el país austral con el éxito económico que acostumbraba a registrar en su vida profesional, ha tenido que esperar al último mes de mandato para ser reconocido por la opinión pública.
No sólo él ha perdido el poder; su salida va acompañada por la de muchos parlamentarios de la Alianza derechista con que ha gobernado los cuatro últimos años. Consiguió interrumpir el record de la coalición izquierdista que sucedió en 1990 a Pinochet tras los 17 años de dictadura militar. Los 20 años de gobierno de la Concertación, bandera que cobijaba a socialistas, radicales y democristianos, se habían hecho demasiado largos. Se secaron las ideas, la corrupción entró en escena y los manejos de los operadores políticos acabaron por impulsar el relevo. La derecha volvió a gobernar, aunque realmente nunca dejó de hacerlo; los cuatro gobiernos de la concertación apenas tocaron una línea del manual que el dictador dejó en La Moneda.
Piñera fue el mejor candidato que una derecha parcialmente renovada pudo encontrar para romper la inercia. Un centroderechista que votó no en su momento al régimen militar, de familia democristiana, y emprendedor exitoso. Era el perfil adecuado para revertir a la derecha el poder que perdió en 1970 a manos de Allende y la Unidad Popular. Militantes del Partido Nacional en el que se habían asociado liberales y conservadores nutrieron los cuadros del pinochetismo, dejando estigmatizada a la derecha política.
La brillante ejecutoria del gobierno Piñera en el terreno económico ha corrido en paralelo a una carencia incomprensible de reflejos políticos ante cuestiones como la seguridad ciudadana, las infraestructuras energéticas o la educación, pendientes durante décadas. Dejar a Chile en el pleno empleo y con tasas de crecimiento del orden del 5% habrían sido bazas suficientes para que la coalición derechista hubiera renovado la mayoría; no fue así.
Perdió las batallas políticas, y en buena medida a manos de sus propios dirigentes, nada nuevo en la política de aquel país. Hasta el período preelectoral, Piñera tuvo más apoyos de la UDI, la fracción más derechista de su gobierno, que de su propio partido, RN. Cuarenta años atrás, el partido socialista dejó caer a Allende en manos del PC.
Cada país y momento tienen sus afanes pero algunos, los que afectan a la vida cotidiana, el empleo, la seguridad, son constantes. Churchill perdió las elecciones tras derrotar a Hitler, y Bush I no fue reelegido pese a haber clausurado la Guerra Fría y ganado la del Golfo porque un estratega recomendó al inexperto Clinton centrarse en lo que a la gente realmente interesaba: “The economy, stupid”. El slogan cruzó aquel país de costa a costa y el marido de Hillary y gobernador de Arkansas se instaló en la Casa Blanca.
Moraleja para españoles: salvar el país de la bancarrota puede justificar muchas cosas, incluso la derrota de quienes sólo tuvieron ojos para la crisis. Los ciudadanos tienen otras dimensiones que no pueden ser ignoradas ni, menos aún, afrentadas. Al buen político corresponde entenderlas y conducir las diversas sensibilidades hacia un proyecto común de futuro.
“It’s the Voters, Stupid” clamaba la revista Time en su portada del primer número del año electoral 2008. Los votantes, estúpido, y Obama ganó a McCain. Pues eso.