Como decíamos ayer… la sociedad catalana está dando muestras de una esclerosis digna de conmiseración. Demasiados años de fabulación nacionalista han acabado por disolver su sistema inmunitario y romper la barrera que separa la razón de los sentimientos, la realidad de la ensoñación.
¿Y la del resto de la nación; qué pueden estar pensando andaluces y gallegos, castellanos, vascos y madrileños del órdago catalán? Más allá del escepticismo que merecen estas salidas de tono, el común del país no puede explicarse cómo ha podido llegarse hasta este extremo. Los españoles, incluidos separatistas y quienes dicen serlo porque no pueden ser otra cosa, llevan en sus ADN la pertenencia a una nación vieja como pocas, forjada a golpes de genio y de ingenio, de guerras comunes y hasta civiles, de catedrales y cátedras centenarias, de fiesta y luto, de sol, hambre y pan.
De todo ello está hecha la masa de la sangre hispana de Ramon Llull y Teresa de Jesús, de Servet y de Nebrija, de Martorell y Cervantes, de Ignacio y Quevedo, de Velázquez, Goya, Miró, Picasso y Dalí, de Vitoria y Halffter, de Cánovas y Pablo Iglesias, de Calvo Sotelo y Pasionaria, de Tarradellas, Suárez, Pujol y González, de Ortega, Giner y el Menéndez Pelayo que enseñó “No queráis llamar ‘lengua española’ a la lengua castellana, frase malsonante y rara vez usada por nuestros clásicos, que siempre se preciaron de escribir en castellano. Tan lengua española es la castellana como la catalana…”.
Soportaron que nacionalistas, socialistas y comunistas metieran en la Constitución el palabro nacionalidades porque todos les hablaron del consenso para llegar a la concordia. Comenzaron a temerse lo peor con las idas y venidas de leyes para ordenar el reparto de funciones y funcionarios entre el gobierno nacional y los autonómicos, allá por los primeros años 80. No movieron un dedo ante el precio que las minorías nacionalistas se cobraban por prestar estabilidad parlamentaria. Cuando se enteraron de que en las geografías escolares catalanas habían borrado el nacimiento del Ebro o la historia de los reyes católicos, por ejemplo, era ya demasiado tarde, pero tampoco pusieron el grito en el cielo.
Ni reclamaron a sus políticos más próximos nada que no fueran servicios gratis; ni decencia, ni cultura, ni eficacia, ni defensa de los intereses generales, nada. La mayoría ha vivido confiada en el tobogán del dinero recién descubierto.
“En España no sólo funcionan mal los que mandan, también los que obedecen”, dijo Fernán Gómez dándole media vuelta a aquello del Cantar del Mío Cid, “Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore! »
En fin, poco parecen haber cambiado las cosas desde que aquel buen señor, Fernando el Católico, habló así de su nuevo reino: “La nación es bastante apta para las armas pero desordenada, de suerte que sólo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden.»
Pues eso. Corría el primer decenio del siglo XVI.