Dentro de veinte días se cumplirá el quinto aniversario de la quiebra de Lehman Brothers, la espoleta que detonó la mayor crisis económica sufrida por el mundo desde la segunda guerra mundial. Tras un año de incertidumbre, en el que los bancos dejaron de prestarse unos a otros, aquejados del síndrome de la desconfianza, comenzó a hacerse notar el pánico en la primavera del 2008 tras el colapso de Bear Stearns; se acentuó cuando el Tesoro salió al rescate de las hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac y se hizo clamor viendo a la Reserva Federal abrir la ventanilla del descuento a los bancos de inversión.
Las entidades financieras de medio mundo comenzaron a caer como fichas de dominó, una tras otra; desde el Japón al Reino Unido, pasando por la UE, con Alemania a la cabeza sin que por ello sufrieran en exceso los bonus de sus dirigentes. Pero como hace un par de días comentó Paulson, entonces secretario de Tesoro americano, “Banking is not only a very honorable profession, it’s a very necessary profession.”
Tal vez por ello, por ser los bancos muy necesarios, la mayoría de los gobiernos trataron de rellenar el inmenso agujero volcando sobre el sistema todo el dinero público que fuera preciso, tuviéranlo o no. En el mes de octubre del 2008, apenas transcurridas dos semanas, los Estados Unidos destinaron 700.000 millones de dólares. Francia puso sobre la mesa 360.000 millones, y Alemania nada menos que 480.000 millones más. Gran parte de la banca privada dejó de serlo por algún tiempo. Incluso un país hubo de ser rescatado de la bancarrota por el FMI, Islandia. Entre tanto las autoridades españolas sacaban pecho, pero esa es otra historia ya demasiado contada.
No todo fue debido a la burbuja inmobiliaria. Pompas y circunstancias tremendas han marcado el paso del mundo occidental durante lo que va de siglo; desde los atentados del terrorismo islamista en Nueva York, Londres y Madrid, las guerras de Irak y Libia o las sangrientas primaveras árabes que aún colean, hasta la masacre sin fin que se cuece en Siria ante la estólida mirada de Naciones Unidas y bajo el paraguas protector de democracias tan poco ejemplares como la rusa o la venezolana.
El colmo ha sido el empleo del gas sarín, arma de destrucción masiva al fin hallada en el Oriente próximo. Hace diez años sirvió de pretexto para quitar de en medio al tirano iraquí. La exhibición hecha por el presidente sirio gaseando a su pueblo tal vez sea la espoleta que haga estallar un conflicto más en la zona. ¿Esta misma semana, o esperará el Pentágono a fechas tan señaladas como el 11 de septiembre (2001) o el 15 en que se cumple el quinto aniversario del estallido de la crisis económica? Lo de armar una guerra para salir de las crisis es tan antiguo como la propia humanidad. De momento, ayer los mercados se hundieron en todo el mundo, como siempre ha sucedido ante las incertidumbres.
Ahora la incertidumbre no radica tanto en el futuro de al-Asad, sino de dónde sacará Obama los dólares precisos, cuando ayer se supo que el Tesoro sólo tiene para llegar hasta octubre; o qué suerte correrá el vecino estado de Israel, o las reacciones de Irán y Rusia, o…
Demasiados interrogantes como para pensar en que otra guerra televisada por la CNN vaya a sacarnos de la crisis. Y sobre todo ¿qué futuro aguarda a esa antigua colonia persa, griega, romana, egipcia, turca y francesa hasta hace poco más de setenta años, hoy escenario de una nueva forma de intifada? No parece que los servicios de inteligencia lo haya estudiado mejor de como lo hicieron en los precedentes iraquí, egipcio, libio, etc. Y sin embargo poner fin a la masacre es cuestión de humanidad.