Con este título publico hoy el siguiente artículo en la Tercera de ABC, como complemento del dedicado hace un mes, el 28 de junio, a los socialistas.
Los populares
El partido de Rajoy sobrevive bajo la mayor crisis de su historia. Para muchos ha perdido su propio instinto de conservación. Antes de replicar al chantajista que le tiene acosado desde hace meses parece estar aguardando a conocer la última pieza de escándalo. La entrada en liza de un diario nacional y de la oposición política ahonda la dimensión de la crisis. Al menos, formalmente. Un debate global sobre las malas prácticas de los partidos y la corrupción que parece inherente al acceso al poder, imprescindible bajo cualquier modalidad parlamentaria, podría reponer a la política en su sitio natural, que no es el de los sucesos.
Superada esta crisis y encauzada la otra, el partido de los populares ha de afrontar su gran desafío: liberar a la sociedad española de los viejos clisés que restringen el debate político. La formación que contribuye a la estabilidad institucional desde la margen derecha del bipartidismo del país no puede limitarse a replicar planteamientos ajenos, sean de raíz socialista, nacionalista o integrista.
Los años transcurridos desde la transición no han sido suficientes para que haya cuajado un centro derecha liberador de tantas ataduras mentales acumuladas desde el nacionalsocialismo o del nacionalcatolicismo del antiguo régimen. Las primeras han encontrado acomodo en el mensaje subyacente de los partidos de la izquierda, cultivado con primor por sus dos sindicatos. Las segundas, en el integrismo latente en un pequeño pero no despreciable sector de la derecha dotado de cierto poder mediático. Y mayores si cabe son las barreras mentales con que los partidos nacionalistas mantienen encelados a sus parroquianos.
La dialéctica de los populares ha de superar la tentación de contraponer dogmas a otros dogmas; a dar vuelta a determinadas leyes y a seguir imponiendo mayorías, ahora en sus manos, en la formación de los órganos institucionales. Su Gobierno hará lo que pueda o crea más oportuno, pero el partido que lo inspira y sostiene tiene que ir más allá, hasta llevar el sentido común a la política.
Que los escolares cursen religión o ciudadanía podrá ser conveniente, pero no un principio programático de un partido liberador de las energías de la sociedad. Ése precisamente, la libertad, debería constituir el núcleo ideológico del gran partido del centro derecha en la España del siglo 21.
Desde el comienzo de nuestra andadura constitucional los tres partidos que han pasado por La Moncloa acabaron acusando su falta de autonomía frente a las políticas que siguieron los sucesivos responsables del Gobierno de la nación. La disciplina exigida a sus grupos parlamentarios, formalmente depositarios de la soberanía popular, causó su desnaturalización cuando no la agonía, como en el caso de UCD.
Seguidores populares no aciertan a explicarse cómo sus votos han acabado traduciéndose en un aumento de impuestos cuando prestaron su apoyo a lo contrario, por ejemplo. O por qué en Cataluña los escolares no pueden cursar en el idioma que deseen, o en Guipúzcoa hagan capirotes de los símbolos nacionales. Y sin embargo pocas cosas en la política nacional habrá más sencillas de explicar, sencillamente apelando a la libertad.
Que no lo haga el propio Gobierno mal está, pero que la dirigencia del partido no pierda medio minuto en aliviar esa desafección revela una falta de sentido que pone en juego la institucionalidad del país, además de su propio futuro. Porque si la primera aspiración de un partido es el Gobierno, la de sus votantes y seguidores es estar bien gobernados.
En la democracia representativa los partidos no caben ser reducidos a máquinas electorales o teóricas vías para la expresión de opiniones o intereses. Cuando ese cauce no admite la circulación de doble sentido entre instituciones y ciudadanos, la sociedad acaba buscándose otros modos de representarse, de presentarse sin intermediarios aparentes. Es el momento del populismo, de los movimientos, de las llamadas democracias directas, del ocaso de la democracia sin apellidos.
Cuando algo de eso está ocurriendo aquí los populares han de hacer sus mejores esfuerzos para salvaguardar la institucionalidad democrática habida cuenta del estado de crisis en que se halla su contraparte socialista carente de un programa nacional capaz de liderar la marcha de las izquierdas por la vía constitucional.
Además de levantar la tapadera de las sentinas hasta eliminar la última sombra de corrupción, las circunstancias requieren altas dosis de pedagogía para cambiar los referentes de la política en curso y explicar el sentido de las actuaciones de su gobierno para generar confianza en la sociedad. Todo menos esa pasividad con que hasta hora se han mostrado, como si sus dirigentes hubiesen asumido el fatum de que la crisis ya ha arruinado su futuro.
Así podría acabar sucediendo si no inicia el cambio que necesita percibir una sociedad golpeada por crisis múltiples a lo largo de un lustro. Bastaría por comenzar desanudando algunas ataduras que constriñen su desarrollo natural. Para ello no es preciso embarcarse en solemnes reformas constitucionales tras las que otros pretenden ocultar errores o carencias. Revisitar la vigente del 78 con el ánimo de restaurar lo ajado por su mal uso y poner al día algunos desarrollos como las normas electorales, provisionales desde hace décadas, constituirían pasos significativos.
Y en muchos casos bastaría simplemente con cumplirla. Valga a título de ejemplo concreto el de la libertad de los parlamentarios.
El segundo punto del artículo 67 de nuestra Constitución establece que “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Se trata de una norma común en los sistemas nacidos del principio de que la soberanía radica en la Nación sin que existan voluntades preexistentes, ni estamentales ni históricas, a las que los representantes elegidos deban obediencia.
Si en un principio la prohibición del mandato imperativo liberaba al elegido de sus electores, hoy la amenaza proviene de los partidos. Su omnímodo poder en los procesos electorales, y por tanto en la formación de las cámaras y órganos de gobierno ¿cómo no va a pesar sobre la libertad de conciencia de sus parlamentarios? El gran mandato imperativo se hace visible cuando los portavoces levantan uno, dos o tres dedos para dictar a sus miembros el voto que han de emitir. ¿Por qué no cumplir la Constitución?
Los populares disponen durante dos años más de una capacidad política poco frecuente en los sistemas de nuestro entorno. En ningún país europeo, ni en los Estados Unidos de Obama, los ciudadanos pusieron en manos de un partido tanto poder como el que hoy acumula el que gobierna el país, diez comunidades autónomas, buena parte de las grandes ciudades y disfruta de privilegiadas posiciones en otras instituciones del Estado. Quizá en mucho tiempo nadie disponga de mejor ocasión para abrir puertas a la libertad.