Rousseff tras la popularidad

Dos presidentas

Dos presidentas, distintas aunque no tan distantes

Para algunos políticos la popularidad es como el norte que atrae la aguja imantada de la brújula. Todo por la adhesión del pueblo. Lo llaman populismo, filosofía de la que no acostumbran a germinar buenos frutos. Mientras dura la euforia de las promesas y el llamado pueblo se regocija por el aparente éxito de sus reclamos, todo parece de colores. Lo negro llega a la hora de pagar las cuentas; que se lo cuenten a los argentinos después de medio siglo de peronismo, ahora kirchnerismo; o a los venezolanos de la década chavista, o a las víctimas cubanas del castrismo, etc.

La historia está llena de ejemplos similares. El populismo no es una ideología, es una mera forma de gobernar que llega a prender tanto entre revolucionarios como entre conservadores. La aureola de rebeldía con que se adorna sea del signo que sea, que también las involuciones pueden ser revolucionarias, puede terminar sofocada por los nuevos intereses creados. Así ha sido desde la Grecia clásica, y es que muy pocas cosas de las que nos pasan se le escaparon a Aristóteles. Un excelente artículo de Enrique Krauze en sus Letras Libres define magistralmente los contornos del populismo, elemento común en los ADN de bolivarianos y del tea party, o de duras dictaduras como las comunistas y las fascistas florecidas en el pasado siglo.

En fin, sin llegar a tanto la presidenta brasileña nada entre las aguas revueltas por los violentos conflictos en curso tratando de salvar su popularidad. Es lo propio de su Partido de los Trabajadores, la izquierda brasileña capaz de gobernar desde los tiempos de su mentor Lula con la derecha parlamentaria con tal de no permitir el acceso al poder de la socialdemocracia del expresidente Fernando H. Cardoso, Serra o ahora Aécio Neves.

Como si acabara de aterrizar en el gobierno, del que Dilma Rousseff lleva formando parte diez años, tres de ellos como presidenta, se mostró de acuerdo desde el primer día con quienes se levantaron contra la corrupción gubernamental y partidaria, el despilfarro de los fastos deportivos y de veinticinco ministerios, la subida de precios, la caída del crecimiento y el largo etcétera que puede caber entre la realidad y la imagen que da al exterior una eterna gran potencia que no acaba de dejar atrás el tercer mundo. Cierto es que ella ha sido la primera en arrojar por la borda hasta una tercera parte de los ministros y barones que heredó de Lula, pero de ahí a hacer la ola con los indignados tal vez haya un largo trecho.

Ahora, tras reunirse con los comandos y los responsables de los Estados federados ha lanzado su solución. No va a enviar al Congreso un proyecto de reforma política, no; simplemente hará un referéndum para saber si el pueblo quiere convocar una asamblea constituyente. Ella sólo decide que el pueblo decida, tras de confesar que las calles le han dicho que sea el ciudadano quien esté en primer lugar, y no el poder económico.

La renuncia a tomar su responsabilidad entregando al pueblo la manija de la decisión del cambio, no es lo esperado de una persona de probada dureza y aparente seguridad, como es su caso. Más bien parece acusar el respeto que siente por las oscilaciones de los índices de aceptación y popularidad, en niveles superiores al 60%, y el crecimiento de la desaprobación, que afecta ya al 25% de la población. Ese aparecer por encima del bien y del mal, como la chilena Bachelet cultivó durante su fallido mandato, es el oxígeno que precisa el populista para acallar la irritación de los marginados y poder seguir satisfaciendo a los poderes económicos sin los que no hay vida en el mundo de hoy. Bien lo saben los líderes de los países emergentes.

Compartir entrada:
Posted martes, junio 25th, 2013 under Política.

2 comments

  1. Para algunos políticos la popularidad es como el norte que atrae la aguja imantada de la brújula. Todo por la adhesión del pueblo. Lo llaman populismo, filosofía de la que no acostumbran a germinar buenos frutos. Mientras dura la euforia de las promesas y el llamado pueblo se regocija por el aparente éxito de sus reclamos, todo parece de colores. Lo negro llega a la hora de pagar las cuentas; que se lo cuenten a los argentinos después de medio siglo de peronismo, ahora kirchnerismo; o a los venezolanos de la década chavista, o a las víctimas cubanas del castrismo, etc.

  2. Para desacreditar un gobernante o su obra de gobierno, la palabra estigmatizadora es populismo, ni siquiera castiza. Debiera decirse populachería que es lo relativo al populacho, a “la fácil popularidad que se alcanza entre el vulgo, halagando sus pasiones”. Lo contrario, no obstante su misma raíz, es popularidad, que es “la aceptación y aplauso que uno tiene en el pueblo”. Ambas definiciones pertenecen al DRAE. Llevadas las dos palabras al caso concreto de las administraciones Santos y Uribe, diríamos que el sorpresivo anuncio de 100 mil casas gratuitas para los pobres –mínima parte- es el programa de un mandatario que quiere ser popular ante sus conciudadanos, lo mismo que la seguridad democrática de Uribe, con la diferencia de que Santos está en condiciones de cumplir al pie de letra lo ofrecido, y Uribe no pudo hacerlo en seis meses como lo prometió, ni en cuatro años y tampoco en ocho. La guerrilla sigue causando bajas en las fuerzas del orden, terroristas y desconcotadas de todo humanismo como son, mientras el dinero, el ejecutor, la voluntad política y un pueblo receptivo a creer y esperar, son los complementos de este gobierno en el plan de las 100 casas.

Leave a Reply