En el drama nacional se suceden los géneros, tragedia, comedia, sin pausa para el respiro. Ahora, cuando los partidos que cuentan han decidido hacer alguna apuesta en común, irrumpen jueces en busca de papel. El suyo, aplicar las leyes que el Parlamento hace y el Gobierno debe hacer cumplir, no les parece suficiente. Algunos gustan del salto a la política. También a aquellos espadones de otros tiempos que ponían sus reales sobre la mesa y mandaban parar la Historia. Lo de los magistrados es otra cosa; menos clásica. Según los primeros ensayos, algunos parece que tratan de reponer aquí aquella función italiana de los años 90, Mani Puliti que estrenó el fiscal milanés Di Pietro.
Aquello terminó como el rosario de la aurora. Comenzó cargándose al partido socialista, en el gobierno, y su presidente Craxi refugiado en Túnez; y a partir ahí los demás fueron cayendo como fichas de dominó, desde los democristianos a los liberales. Asesinatos de jueces, Falcone y Borsellino, suicidios de políticos, Di Pietro, ministro por unos meses, y al final del tunel, la luz: Berlusconi. Hasta ahí llegó la historia de aquellas manos limpias.
En el escenario italiano de entonces no es que abundaran los corruptos, la corrupción era el sistema. Aquí no ha llegado la cosa a tanto pero labor no les ha de faltar como para distraerse en otros dibujos. Unos se plantan frente a las reformas planteadas en el poder judicial. Tendrán sus razones y el Gobierno las suyas; no tendría por qué ser difícil el diálogo.
Otros, visto que no hay problemas más acuciantes y de interés general, se ponen a dar vueltas en torno a la protección del honor del jefe del Estado. Grande-Marlaska, Ruiz Polanco, de Prada y Sáez Valcárcel, magistrados de la AN, dicen que la democracia se basa en “el cuestionamiento permanente de la legitimidad de ejercicio de los poderes constituidos”. Y siguen que dada la posición dominante de la Corona en el Estado, las autoridades deberían contenerse en el uso de la vía penal para defenderla.
Dicho por un legislador, es decir, un político, el juicio podría merecer opiniones diversas, pero ¿es eso lo que corresponde a ilustres magistrados? Lo único claro es que ellos están para juzgar cuando se infringen las leyes; las leyes en vigor, que lo están mientras los legisladores no dispongan libremente lo contrario.
La espoleta de este manifiesto, los votos particulares de los cuatro, ha sido la sentencia ratificadora de la condena por injurias, insultos y demás al Rey, dictada hace un par de meses contra un militar expulsado hace ya trece años del Ejército.
Entre otras cosas dicen en su voto particular, frente al resto de los dieciocho miembros de la sala, que los insultos no iban dirigidos al Rey, sino a la dinastía borbónica en general. Para una tertulia de café, incluso radiofónica, la opinión no tendría mayor relevancia. Pero los magistrados han de estar a la Ley, y el Código Penal no deja resquicio a dudas, art. 491: “Se impondrá la pena de multa de seis a veinticuatro meses al que utilizare la imagen del Rey o de cualquiera de sus ascendientes o descendientes… de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona”.
Si poner por escrito lindezas como “rey sin par que crees provenir del testículo derecho del emperador Carlomagno cuando en realidad lo haces de la pérfida bocamanga del genocida Franco. Sí, tú, último representante en España de la banda de borrachos, puteros, idiotas, descerebrados, cabrones, ninfómanas, vagos y maleantes que a lo largo de los siglos han conformado la foránea estirpe real borbónica” no atenta contra el prestigio de la Corona, y contra el honor del Rey llamarle fratricida confeso y traidor, que venga Dios y ayude a verlo a estos cuatro jueces en busca de un papel.
Tiene usted mucha razón, menos mal que quedan gentes con sentido común en este gremio