Con inusitado vigor resuena hoy aquel estrambótico grito con que la plebe manipulada por los absolutistas secundó el enterramiento del incipiente espíritu liberal que había florecido en las Cortes de Cádiz. Ahí están los comentarios amparados por el anonimato que inundan de malos humores las pantallas de los medios presentes en la red. Y las protestas de cualquier estamento o institución susceptible de ser reformados.
Cierto es que no se pierde demasiado tiempo en estudiar las dichosas reformas; ni los que las anuncian con el afán de ejecutarlas, ni los que presienten que algo perderán con los cambios por llegar. Desde la medicina hospitalaria a las antiguas cajas de ahorro, pasando por la educación o la red nacional de paradores, las televisiones públicas y los propios partidos, se levantan olas de protesta. Los últimos, las concesionarias de las Inspecciones Técnicas de Vehículos. Algo apetecible deben de tener las ITV cuando el joven Pujol por ellas está penando ante los jueces.
Abrir a una mayor competencia el sector supondrá seguramente mejores precios y mayor comodidad para sus usuarios. Pero a los propietarios de las concesionarias no les ilusiona el panorama de repartir los seiscientos millones anuales que hasta ahora vienen moviendo. Tan natural como antinatural es el régimen concesionario en el que viven, por cierto en manos de las Comunidades Autónomas. ¿Concesiones hoy, por qué?
Fernando de los Ríos, uno de los socialistas más lucidos en aquella España de la primera mitad del siglo pasado, fue comisionado por el congreso extraordinario que el PSOE celebró en 1920 para estudiar sobre el terreno en qué estaba la revolución soviética. Un año antes, y a instancias de Julián Besteiro, otro socialista con cabeza, el partido había decidido permanecer en la II Internacional contra la tendencia de una minoría partidaria de pasarse a la III, la Comunista, y que en ella acabó tras la muerte de Pablo Iglesias.
De los Ríos regresó vacunado de cualquier tentación totalitaria. En el libro en que reflejó sus impresiones, Mi viaje a la Rusia sovietista, cuenta aquella barbaridad que Lenin le espetó ante la curiosidad del español por saber cuándo la revolución daría paso a la libertad: “¿Libertad, para qué?”.
Donde el ruso dijo libertad ponga usted reformas y ya tiene armada la pregunta que hoy y aquí tantos se hacen. ¿Reformas, para qué?
Hoy, por ejemplo, algunos tratan de reformar el partido socialista sin que el núcleo de la cúpula surgida del último Congreso termine de dar acogida o encontrar respuesta adecuada. No se debate como antes si entrar en una u otra Internacional, ni de guardar el marxismo bajo siete llaves, como hicieron en el año 79, ni siquiera sobre el modelo de organización estatal que últimamente entreabren sus barones regionales. Lejos quedan los veinte años más brillantes de su larga historia, los que dirigió Felipe González. No; ahora todo es más prosaico: unas primarias para cambiar el cartel electoral. Es lo que genera la política cerrada a la realidad. La política atada por las cadenas de la partitocracia.
“Vivan las caenas” parecen corear los militantes de todas las formaciones del espectro cuando oyen mentar la reforma de las leyes electorales. Si docentes, estudiantes, médicos, bancarios, etc. se oponen a todas, ¿por qué frente a la reforma de su modus vivendi no van a hacerlo ellos? Por el momento tal vez sea ese el único pacto capaz de unirlos con el fin dejar las cosas como están; en beneficio de sus usufructuarios y a costa de quienes pechan con los costes.