Tiene razón Alfonso Guerra, o a mí me lo parece, cuando preguntado por si percibe que la gente esté harta del bipartidismo responde “Sí, pero no comprendo por qué hay que ser antibipartidista”. Ante la insistencia del periodista –las cosas no prosperan con este sistema- replica: “¿Qué queremos, un gobierno a la italiana?”. El entrevistador responde que quizá un nuevo equilibrio que recupere la cultura del pacto, y Guerra, “no entiendo bien que obligatoriamente tenga que existir pacto”.
Es sólo una parte pequeña de una conversación que se extiende por cinco páginas de un suplemento dominical. El pretexto es la aparición del tercero y último volumen de sus memorias, Una página difícil de arrancar. El personaje ha sido atemperado por el paso del tiempo, 73 años pronto, y mil circunstancias; no es aquel Guerra que hace ya tres décadas hacía temblar el misterio, algo así como el barón Scarpia de la ópera de Puccini sobre cuyos restos Tosca exclama desgarrada “Y ante él temblaba toda Roma”.
En todo caso es el mismo que durante los cuatro primeros años de la transición supo estar en su sitio y responder a las exigencias del momento. Lo recuerda cuando dice que gobernar es elegir opciones. “Esa idea de que todo sea pacto a mí no me gusta nada; está bien para una constitución o para evitar situaciones de violencia…El consenso es para las reglas del juego; después, que cada uno gobierne con su acción. La alegría esa de ¡fuera el bipartidismo…! Es una frivolidad”.
Como se ve sigue habiendo políticos. La mayoría no están en su sitio; es más, ni volverán estarlo, casos de Guerra y Aznar, pero nadie dejó escrito que esté prohibido atender las advertencias de quienes abrieron caminos. Guerra lo hizo cuando la Constitución estaba atascada en el telar de los hombres doctos que han pasado a la posterioridad como sus padres. Ni Fernando Abril ni él eran juristas, ni expertos constitucionalistas; simplemente políticos con la idea clara de que el país quería vivir en paz y democráticamente. Para ello, y distinguiéndolos de entre la sopa de letras que acudió a las elecciones constituyentes, apoderó a dos liderazgos, el de Adolfo Suárez y el de Felipe González, que se pusieron de acuerdo en ceder mutuamente lo preciso para fijar unas reglas de juego.
Los pactos de la Moncloa que ahora se añoran fueron un requisito básico para subsistir durante la elaboración de la Constitución. Pactos, pocos más; sí el entendimiento compartido de que sólo la presencia de dos fuerzas dominantes podría garantizar la funcionalidad de los equilibrios constitucionales; dos fuerzas que desde la derecha y la izquierda pugnaran por el centro del espectro donde se aloja la clase media.
Y así ha sido durante décadas hasta que circunstancias múltiples, desde las deslealtades de minorías nacionalistas y acumulación de errores en los sucesivos gobiernos, hasta las actuales crisis, la económica y la de liderazgos, están sometiendo el sistema a la mayor prueba de estrés sufrida desde su establecimiento. En esto, Guerra sabe de lo que habla.