Demasiado despelote en todo el país como para no imaginar que el más largo período de convivencia democrática y pacífica pueda terminar con un portazo que haga temblar los cimientos.
Estamos revisitando la senda por la que países tan cercanos como Italia echaron por la borda el sistema con que anduvieron durante medio siglo, desde el final de la segunda guerra mundial hasta que el proceso judicial Manos Limpias acabó con el gobierno Craxi. Pero España no es la Italia capaz de ignorar las crisis y de convertir la inestabilidad en normalidad. De hecho, al socialista que hubo de refugiarse en Argel le sucedió su predecesor, el democristiano Amintore Fanfani. El mismo Fanfani que cuarenta años antes ya ocupó la presidencia del gobierno. Desde entonces, cinco veces presidente del consejo de ministros, una más de la República, en cuatro ocasiones ministro de Exteriores y otras tantas, presidente del Senado. ¿Cabe más estabilidad entre tanta incertidumbre?
Hasta que el personal se hartó, echó por la borda el esquema partidario con el que habían venido funcionando y… entregó las llaves al sinvergüenza de Berlusconi. Y así están, a merced de un cómico y del mismo delincuente que no cabe entender por qué no está en prisión.
Aquello empezó a descomponerse con la caída del Muro de Berlín y la del PCI, una de las dos patas de aquel sistema que consolidaron democristianos y comunistas. Y terminó corroído por la corrupción. Algunos años antes, Venezuela sufrió los mismo males; cayeron los democristianos del COPEI y los socialdemócratas de Acción Democrática y dejaron el camino expedito al caudillo Hugo Chávez que ayer dejó este mundo y del que mañana habrá que hablar con más calma.
Ese es el espectro que gravita hoy sobre los españoles. Si además de la corrupción de cada día, se cuartean los grandes partidos, el final no resulta difícil de imaginar.
Mientras los populares rebuscan en los cajones del extesorero, en las filas socialistas ya han caído las primeras víctimas del frente catalán, nuevas turbulencias amenazan la cornisa galaica y en la federación madrileña los observadores más conspicuos no ven más salida que el golpe de mano. Los putsch suelen fracasar, como el de los generales franceses en el año 1961. Pero no es menos cierto que la independencia de Argelia, tras los anteriores desastres en Suez e Indochina, sembró la semilla de Mayo del 68.
Aquí no aparecen por ningún lado los Sartre o Marcuse que dieron alas a los indignados de entonces; lo nuestro es más pedestre, Garzón divertido con la presidenta argentina y Mayor llorando a Hessel. Tampoco se ven jóvenes capaces de hacerse con Ferraz con el ardor con que Dani el rojo ocupó la Sorbona.
Bien mirado, tampoco aquello del 68 fue una revolución, dejémoslo en mero cambio de paradigmas y alguna alegría en las paredes. Como aquello de “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, o “No te fíes de alguien que tenga más de treinta años”. Eso.