No habrá debate sobre el estado de la Nación. Podría ser un globo sonda, de los muchos que han bailado por los cielos, pero escudarse en que eso es lo acostumbrado en año de investidura será un chascarrillo, nunca una justificación.
Probablemente no saldrían luces nuevas de parafernalia tal, incluso su resultado podría ser escasamente ejemplar, aquí y hacia fuera del país. Seguramente no haya datos suficientemente consolidados como para aventurar un futuro a tres meses vista, ni convenga dar cuartos al pregonero sobre el ánimo que impulsa ciertas negociaciones en ciernes. Efectivamente muchas excusas caben, pero la sociedad necesita saber.
También es posible que no tengan nada que enseñar, más allá de las simplezas con que la mayoría de los políticos, propios y foráneos, acostumbra a cursar su oficio. Pues confirmémoslo de una vez. No será un bálsamo, pero estaremos en la realidad.
No hay otro punto de partida para llegar a buen puerto. La realidad no es plana; desentrañar su naturaleza poliédrica requiere visualizar sus múltiples caras y aristas desde perspectivas diferentes. Esa es la función de un debate sobre el estado de la Nación en el parlamento, es decir, entre los representantes de los diversos intereses y corrientes de opinión. No habrá muchas lumbreras, pero así son nuestras cosas.
Para el Ejecutivo siempre representa un engorro; arguye que dispersa la atención de lo que tiene entre manos, una pérdida de tiempo. Para el resto de los agentes es sin embargo su momento de gloria; la ocasión anual para poner sobre la mesa su visión crítica de forma más articulada de como acostumbra. Podrían hacerlo a diario, pero no lo hacen.
Aunque a la postre lo fuese, no tiene sentido ver el debate como una pérdida de tiempo. Tampoco son de temer las disfunciones que el populismo pueda producir en momentos críticos como el que vivimos; el cuerpo social comienza a dar muestras de mayor entendimiento del que a veces se supone. Las recientes encuestas prueban el fracaso del doble lenguaje que vienen aplicando los socialistas, por ejemplo, o las deficiencias en la comunicación de los populares y su gobierno. No siempre aparece así en los medios, pero la gente lo atestigua.
En todo caso, debates públicos de esta naturaleza ponen a cada cual ante su responsabilidad, sin intermediarios que perturben el mensaje. La dialéctica es el gran depurativo de la democracia; confronta visiones diferentes, arruina la demagogia de clase y también la tribal, y desenmascara a los que portan en sus alforjas poco más que una ambición personal. Todo ello no basta para arreglar las cosas, pero de ahí parten las soluciones.
Hágase pues el debate. El momento oportuno quizá no llegue hasta que, avanzado el mes de julio, la agenda legislativa haya despejado cuestiones básicas como los Presupuestos de este año -¡aún pendientes!-, los fondos europeos estén ya disponibles, y el ala norte de La Moncloa tenga una idea cierta del rumbo a seguir durante la segunda parte del año. Travesía de cortos vuelos, sí, pero es lo que las circunstancias permiten.