La incapacidad de los presuntos políticos del principado de Asturias para formar su gobierno tiene perplejos a muchos; más lo están ante los insuficientemente explicados designios del gobierno sobre las finanzas del país; y tantos, o aún más, asisten incrédulos al fervor con que la televisión nacional anima a tomar las plazas públicas tras la bandera del llamado 15-M.
Claro que todo esto son minucias visto el embrollo del que no saben cómo salir los mandamases chinos en vísperas del congreso de su partido único, trufado ya por la corrupción y dividido entre ultras y los aperturistas surgidos al amparo del espectacular desarrollo de la costa oriental y por los intercambios y comunicaciones con el exterior; algo parecido a nuestros años 70 del pasado siglo.
Volviendo a lo de aquí y ahora, la cuestión es: ¿en qué topa el mandado de Díez a las Asturias para dar su apoyo a quien mejor le parezca? O, más sencillo, ¿es que no se puede gobernar una provincia sin reunir una mayoría absoluta? De otro modo, ¿no caben acuerdos sobre asuntos concretos, pactos ocasionales como es habitual en sistemas parlamentarios? Esa decir, ¿por qué condenar la búsqueda de consensos, por qué desterrar la responsabilidad de la vida política ordinaria? En algo sí que parece estar buena parte de los concernidos: en protestar ante el aviso de que serán intervenidos por el Gobierno de la nación, si siguen en Babia.
El toque de atención ha sido oportuno. Ayer, en Bilbao, insistía Rajoy en que no tolerará un incumplimiento en los objetivos de déficit. Lo decía, por cierto, en una de las dos comunidades con presidencia socialista que ya han mostrado su voluntad de hacerse un sayo con la capa del ajuste fiscal. Lamentable en un partido de ámbito y vocación de gobierno nacionales. Que los nacionalistas catalanes, que es la tercera comunidad en discordia, protesten por lo que presumen invasión de sus ¿? competencias no deja de aparentar cierta coherencia, pero en el PSOE es mero dislate.
Todo se entendería mejor por todos si el presidente del Gobierno se sentara una semana de estas ante una cámara de la televisión nacional, que para eso está, y explicara tranquilamente dónde estamos y a dónde quiere llevarnos; cómo piensa hacerlo, cuánto nos costará y cuándo calcula que llegaremos. Puede requerir varia sesiones; en tiempos de guerra, y en algo así estamos, otros lo hicieron. Unos como Roosevelt por la radio en los años 30, sus Fireside chats, y más tarde otros por televisión, Giscard en los 70 tras las crisis del petróleo. Seguramente es la forma más directa de hacer partícipe al personal de una política, propia, impuesta o concertada; lo mismo da, pero en cualquier caso que a todos concierne.
Para que ello fuera posible la televisión pública debería ser eso, institucional y no el último reducto de la resistencia al resultado de las urnas. El profesionalismo que se aduce por los consejos de redacción, sindicatos y demás palancas de propaganda ya no es controvertible, simplemente es una falacia. Anunciado por el Gobierno un cambio de las reglas de gobierno en el ente, sin presidente desde hace un año, ¿esperan acaso que el paso del tiempo suavice la que se puede armar cuando alguien reconvierta aquello en lo que sus ocupantes dicen que es: un medio público, plural e independiente? No, hombre no.
Pero como decía al principio, lo nuestro son peanuts si lo ponemos al lado de lo que parece que pasa en la segunda potencia económica mundial. A todos convendría tomar cuenta, incluidos Hollande y Merkel, los del 15-M y hasta los del 7-J san Fermín, de que si China se para de esa sí que no salimos.