Ayer Rubalcaba tildó de “malísimas ocurrencias” las dos últimas fórmulas presentadas por el Gobierno para seguir paliando el desastre recibido del mismo Rubalcaba acompañado por otros partícipes del ejecutivo precedente. Tal que Blanco, el campeón que en la víspera laboral del 20-N firmó contratos por importe de 1.400 millones sin contrapartida presupuestaria; el que venga detrás, que arree, debió de decirse el de Palas de Rey cuidándose, eso sí, de callar todo durante el traspaso de papeles.
Es peregrino el proceder del actual equipo socialista. Ver a su jefe máximo en Lisboa retorcer la reforma del copago farmacéutico para hacerse perdonar el recorte que propinaron hace un año a las pensiones es sencillamente patético. Lo de Rodríguez Zapatero acabará siendo recordado poco menos que como modélico visto cómo se las gasta su sucesor y la compañía.
El doble lenguaje con que se manifiestan quizá ya no engañe más que a los propios, o ni siquiera, como indican las encuestas más recientes. Que el desgaste que acusan los populares después de tanto ajuste no se traduzca en una crecida de la marea socialista es cuestión digna de estudio.
Ni la manipulación pertinaz de la televisión estatal consigue desviar el flujo de desafecciones populares en beneficio del primer partido de la oposición, que también ve cómo sus apoyos se escurren en beneficio de los comunistas. Este hecho podría hacerles reflexionar sobre la virtualidad del camino emprendido, ya que no lo hacen por razones menos interesadas.
No está escrito que los informativos de la televisión determinen la opinión pública. De hecho Rajoy alcanzó la mayoría absoluta con la televisión nacional en contra, dicen algunos -incluso quizá el propio Rajoy- olvidando que los que perdedores salieron arropados por siete millones de votos, pese a la situación que dejaban.
En circunstancias como las que sufrimos resulta estúpido pelear por cuotas de poder partidista en RTVE, como todos han venido haciéndolo desde el principio de los tiempos. En el maremágnum en que estamos sumidos perseguir en hundimiento del adversario puede llegar a ser una modalidad de suicidio. No son los partidos quienes precisan del escaso oxígeno restante tras el gran despilfarro; es la sociedad en su conjunto la que necesita vislumbrar el sentido de la penitencia que está pagando. Colaborar en ese propósito, quizá esencial en este momento, requiere una altura de miras que no parece al alcance de todos los agentes políticos.
Se equivocaría el Gobierno si trata de convertir la televisión pública en una red social de amigos, como se equivoca la oposición tratando de mantener el absurdo statu quo que vive esa sociedad estatal sin misión, presupuesto ni responsable conocidos.