En 1984 Jordi Pujol tuvo la gentileza de presentar el libro que yo acababa de escribir sobre la transición, “Quién hizo el cambio”. Fue en un restaurante madrileño cercano al Congreso de los Diputados desde 1834, Lhardy. Hacía cuatro años que había comenzado su extenso mandato en la Generalitat; en 1980 tomó el relevo de Josep Tarradellas, y veintitrés años después, cedió el sillón al socialista Maragall. En aquel mismo año de 1984 el diario ABC le concedió la distinción de “Español del año”.
Pujol contribuyó de manera singular en aquella empresa que Julián Marías denominó “la devolución de España”, a la transición, desde el primer momento, otoño del 76. Primero en las reuniones que el flamante presidente Suárez estableció con los opositores al régimen anterior, la llamada “comisión de los 9”. En el verano del 77, ofreciendo el apoyo sin contraprestación formal de sus ocho diputados a aquel primer gobierno salido de las urnas sin la mayoría necesaria para resolver la situación del país, y apoyando los pactos de la Moncloa. Y en el proceso constituyente combinando prudencia con firmeza para alcanzar los objetivos del nacionalismo burgués catalán. Incluso rotunda oposición ante intentos de normalizar el desarrollo del naciente Estado autonómico.
Mucho parecen haber cambiado las cosas desde entonces. Hoy, a sus 81 años, está retirado de responsabilidades políticas más allá de su militancia en Convergència, el partido que creó en 1978 y del que hoy es secretario general su hijo Oriol. Pero sus manifestaciones últimas tienen el mismo aire reivindicativo de los sectores radicales del catalanismo. Este mismo fin de semana se publicaba una carta suya, privada pero dada a la publicidad por su destinatario, L.M. Anson, en la que dice que no cree que en esta España “Cataluña tenga un cómodo asiento”.
“Porque he llegado a la conclusión –sigue- de que en el modelo de Estado, de sociedad y de mentalidad que España quiere darse a sí misma Cataluña no tiene sitio”. Añade que en Cataluña hoy existe una mezcla de dignidad herida, ahogo económico y la percepción de una voluntad de borrar su identidad.
Ese es hoy el pensamiento de Jordi Pujol, y piensa que no está seguro de que mereciese ser nombrado “Español del año”. Lástima. La misma que produce leer en su carta que el Beato de Liébana, el siglo de oro y Carlos III representan tanto para España como Vicens Vives, Espriú y Ramón Llull para Cataluña. ¿No serán todos ellos patrimonio nacional, es decir, españoles?
¿Cómo no van a estar escamados los mandamases de la Unión con lo que ocurra en las autonomías, cuando la andaluza dice que no quiere saber nada de los ahorros en sanidad, y con la vasca rechazan la ley de estabilidad, y el padre del invento catalán renuncia a su propia historia de responsabilidad?
Admitámolos, Sr. Ysart, la solución que se dio en la Transición de «café para todos» fue una mala solución que ahora tiene difícil arreglo. Como mucho se debería haber retomado el punto en que quedó la situación territorial durante la República que Vd sabe muy bien que no es la que tomó como modelo la Transición. Tener parlamentos en territorios uniprovinciales es, cuando menos, un derroche sin sentido.
Saludos cordiales.
No le diré yo que no; la solución no fue la mejor posible. Tenía su lógica pero no tuvo en cuenta con precisión la dinámica que podía desencadenar. En todo caso, los nacionalismos no tienen sentido un siglo después de su romántico estallido. Y la insolidaridad, tampoco. Quizá el error mayor fué no cerrar el proceso, dejar abierto el traspaso de competencias y reivindaciones diversas. Y así estamos…