La penuria mental de tantos agentes políticos queda de manifiesto en ese estúpido juego de lanzarse vídeos a la cara. Reducir la argumentación de las propias posiciones, o las críticas a las ajenas, al lenguaje de videoclip habla de hasta dónde ha llegado la degradación cultural de este país. La llamada civilización de la imagen es lo que tiene; idiotiza al consumidor de contenidos enlatados para consumo rápido. Una suerte de fast food que, unida a los twits y demás emisiones a través de las redes sociales, está teniendo efectos letales en nuestro idioma y, pronto, en la misma convivencia.
La invasión de las técnicas de comunicación masiva no es de hoy; comenzó hace décadas. La extensión de la telefonía fija hizo caer en desuso el correo postal, por ejemplo. Las posibilidades de interconexión a distancia crecieron exponencialmente con la irrupción de los móviles y los PC. Hoy los ordenadores personales se consideran instrumento fundamental en colegios y familias, y la penetración de la telefonía digital está generalizada en las clases medias urbanas.
Pues parece como si la puesta al día de nuestros políticos se redujera a eso; a zambullirse en el proceloso mundo de la imagen buscando confirmación exprés, tan rápida como irreflexiva, a la consigna que su público espera. Sin sorpresas; en los últimos tiempos las campañas de propaganda cargan sus mensajes sobre lo que el receptor ya tiene comprado. Aquí, en Paris y Washington; en esto no hay grandes diferencias. Y de esa carencia de nuevas ideas, otros horizontes sobre los que debatir, la consecuencia es siempre la misma: el empobrecimiento, o embrutecimiento, de la sociedad.
No se salvan de ello ni los propios líderes cuando usan de la palabra como medio de expresión, guardando sus reglas sintácticas… pero poco más. Seguramente los españoles no merezcan ese cruce de cimitarras en que los partidos, todos aunque más algunos, han convertido la política. No hay ocasión perdida para echar sobre el otro las culpas como si fueran pecados mortales; quizá sea cosa de la raigambre tridentina de nuestra cultura. Pero ello hace irrespirable un ambiente ya de por sí arruinado por la depresión económica.
Y si encima los medios abundan en el arrastre, para qué contar. Lo que en los audiovisuales pasa en el instante en que se oye, en los escritos quedan grabados los ánimos editoriales del medio o periodista, lo que visto desde fuera produce vergüenza ajena, cuanto menos. Un luminoso ejemplo es la forma de preguntar que ayer podía leerse en una entrevista construida a base de preguntas breves salvo en el caso que no me resisto a transcribir a continuación:
P. Si usted hubiera sido presidente del Gobierno y el Rey le hubiera contado que iba a salir a cazar elefantes a Botsuana, en plena tormenta financiera, en pleno acoso de los mercados, en una situación de recortes de gasto público muy dolorosos, ¿lo podría haber evitado?
La pregunta es buena muestra de la técnica de la propaganda política antes apuntada: no hay otra respuesta distinta de la plena adhesión.
Con tales pertrechos no vamos a ninguna parte digna de ser visitada.