Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky entretejieron ayer en el Instituto Cervantes una pieza admirable sobre el valor de la cultura en, o versus, la sociedad del espectáculo. El pretexto, la presentación de la última obra del Nobel hispano, el ensayo “La civilización del espectáculo”. Fue un coloquio que bien mereció la pérdida del una semifinal de la Liga de Campeones, volviendo a lo del espectáculo.
La cuestión no es novedosa, al fondo late la disputa sobre hasta dónde la cultura admite su masificación, su “democratización”, sin perder su capacidad creadora.
También en Madrid, y a no mucha distancia, en la Biblioteca Nacional, el académico francés Marc Fumaroli se ocupaba en lo mismo centrándose en el papel del libro. Fumaroli es un representante excepcional del halo aristocrático que envuelve a la alta cultura. Le conocí en el Collège de France hace media docena de años, quizá; no los suficientes para olvidar el irónico desprecio con que me glosó la figura de Napoleón, a propósito del mural que ambos teníamos en frente mientras cenábamos en una pequeña sala del palacio de Luxemburgo.
Para Mario Vargas Llosa la alta cultura es, entre otras cosas, fuente de libertad, libertad individual y de las sociedades; de democracia. Lo que hizo Proust, dijo recordando sus propias vivencias, fue crear un tipo de sensibilidad que enriqueció a muchos, la conciencia de que hay derechos humanos. Esa sensibilidad nace de la cultura; sensibilidad para rechazar las lacras, esclavitud, colonialismo, racismo… Cuando Proust escribía no era consciente de estar haciendo eso, ni Miguel Ángel, ni el propio Wagner.
Y cuando falta, las sociedades alumbran totalitarismos porque la cultura nos muestra otros mundos, otras sensibilidades superiores. La defensa de la alta cultura está ligada a la preocupación por la libertad y la democracia, decía el Nobel recordando que lo primero que hizo el nazismo al llegar al poder fue una gigantesca pira de libros frente a la biblioteca de la universidad Humbolt. Todas las sociedades autoritarias comienzan su andadura imponiendo la censura porque ven en la cultura un gran peligro. Esa es una demostración del valor social de la cultura. Y las gentes que piensan que Joyce o Elliot o Proust son irrelevantes es por falta de cultura, aseveraba Mario Vargas Llosa.
El sociólogo francés se mostraba más moderado en la crítica a la banalización cultural a que conduce la civilización de la imagen o del espectáculo. La aportación de la sociedad del espectáculo es la cultura de masas, afirmó Lipovetsky; hasta entonces la cultura era minoritaria, elitista, aristocrática.
Vargas Llosa comentó que en las artes plásticas, por ejemplo, la carencia de un canon de la belleza, armonía, etc., es el origen de la confusión entre la excelencia y la ridiculez, entre el artista eminente y el fresco sin vergüenza. Ante lo cual Lipovetsky matizó que la desaparición del canon, el desplome de las jerarquías estéticas, no es sólo efecto de la sociedad del espectáculo sino también de las propias vanguardias culturales que nada tienen que ver con la sociedad del espectáculo. Es posible que la semilla del desplome de la alta cultura esté en ella misma, dijo.
Sobre esta cuestión escribía hace cinco años Fumaroli en “La educación de la libertad”, que la revolución cultural que se está produciendo en las sociedades desarrolladas combate “con extraordinaria intolerancia, y en nombre de la tolerancia, cualquier jerarquía espiritual, moral y estética, es decir, la esencia misma de la educación.»
Cuestiones relevantes de las que ayer se hablaba en Madrid. Mario Vargas Llosa aportó dos sentencias para la reflexión en estos tiempos de crisis: la comunidad de intereses sólo la establece la cultura, dijo. Y, añadió, defender la alta cultura no es defender a las elites, sino la libertad, a toda la sociedad.