Se preguntan muchos por qué no llevar ante los tribunales a los administradores del desastre que ayer hemos conocido en su real dimensión. Podrían seguir preguntándose por qué no hacerlo con cuantos ahora dedican sus mejores esfuerzos a cargarse la política que una gran mayoría parlamentaria apoya para salir de la crisis. Y hay quienes recuerdan cómo en Islandia llevaron al banquillo al ex primer ministro Haarde, acusado de negligencia ante la crisis.
No son cuestiones impertinentes, lo cual no lleva consigo que sean realistas, pero tampoco lo contrario. El pecado español tiene una cualidad tal vez más perversa que la negligencia: la mentira. De la incapacidad de nuestros desgraciados administradores éramos conscientes propios y extraños, como quedó demostrado en los dos varapalos electorales que el pasado año sufrieron; pero no de su contumacia en la mentira.
Media España se asombró hace ya meses de la capacidad de los helenos para engañar a tantos, autoridades de la UE y banca franco alemana, por ejemplo, y durante tanto tiempo, desde su unión al euro, ahora hace once años. Aunque realmente siempre fue Grecia considerada un mal socio de la comunidad europea, en la que ingresó hace treinta y un años, cinco antes que España.
Pensamos que aquí eso no sería posible; que nuestro Estado tenía otras hechuras, servicios más sólidos, estadísticas fiables; en suma, que somos más serios. Por eso es doblemente grave la mentira.
Los últimos tres años del gobierno Zapatero han discurrido sobre unos presupuestos erráticos denunciados por la oposición año tras año, en el que el voluntarismo de su vicepresidencia económica negaba la inocultable realidad con unas proyecciones de crecimiento imposibles; cuantificaciones de ingresos que han acabado por generar lo que ahora tenemos: un déficit público próximo a los 100.000 millones.
Aseguraba la vicepresidenta Salgado dos días antes de las elecciones, noviembre último, que aunque el crecimiento fuera menor de lo estimado el objetivo del 6% de déficit se cumpliría “cómodamente”. Pasadas las elecciones, siete días después, afirmó que el de las Comunidades autónomas iba mejor, un 1,19%, por debajo de lo comprometido. En la semana de las Navidades los papeles que la vicepresidenta entrega a sus sucesores ya hablaban de un 6,8% como última estimación. Brillante.
El nuevo gobierno habló el 30 de diciembre, una semana después de haber entrado en los despachos, para comunicar la mala nueva de que el déficit público estaría por encima del 8%. Y en la segunda semana de febrero, fuentes comunitarias tan anónimas como socialistas engañan en Bruselas a la agencia Reuters con el cuento de que no llegaría al 8%. El exvicepresidente Rubalcaba y su sindicato lo reafirman con el penoso argumento de que los de Rajoy ponían las cosas peor de lo que estaban para seguir estrujando al personal…
Pues 8,51%. Y lo mejor del cuento es que la portavoz de Rubalcaba, Rodríguez Piñero dice que su gobierno cumplió. Alega la buena señora que la Administración central se desvió menos de medio punto, como si el desvarío de la Seguridad Social, casi punto y medio, y el de las Comunidades, más de punto y medio, no fuera cosa del Estado que hacían como que gobernaban.
Homérico. Y ahora, a seguir la lucha en la calle…