En la discusión que ayer se vivió en el Foro de la Sociedad Civil reunido en Madrid, la mayoría de los puntos de vista se centraron sobre la necesidad de una reforma importante, de alcance constitucional, del sistema autonómico. Y varios apostaron por adoptar un modelo federal con el que dejar claros los compromisos entre lo común y lo singular que forman el alma española.
Venía a cuento todo ello del libro recién editado por el profesor Gaspar Ariño, “Las Nacionalidades Españolas. El caso de Cataluña”, ocasión que el autor aprovechó para llevar como animadores del debate a Joaquín Tornos, ex presidente del Consell Consultiu de la Generalitat, además de catedrático de Derecho administrativo, y a Luis Fajardo, ex diputado del partido socialista, y al centrista Rodolfo Martín Villa, ambos con profundas experiencias sobre el tema.
Parece claro que la cuestión de la organización del Estado volverá a la agenda política, de la que pocas veces ha estado ausente, a raíz de los datos sobre su incidencia en el déficit público. La revisión de tantas causas de despilfarro es tan obligada como delicada, porque sólo faltaría que a las movilizaciones contra el ajuste económico que están armando socialistas, comunistas y sindicatos se sumaran las de los nacionalistas más o menos radicales contra un ajuste que llamarían identitario.
Mal que bien, el sistema vigente ha permitido la convivencia democrática sin más alteraciones graves que las provocadas por los terroristas, pero el gran error que fue la transferencia del sistema educativo a las Comunidades, años 80, ha debilitado en la sociedad española la conciencia de lo común. Eso es un hecho.
Los particularismos son insaciables cuando advierten debilidad, como se vio recientemente con las cesiones del anterior gobierno para conseguir los votos ocasionales de nacionalistas vascos y catalanes, pero al mismo tiempo se han sentido acogidos dentro del sistema; ese fue el objetivo, y el éxito, del Título octavo de la Constitución.
Quizá no sea esta la hora de sacar el arbitrista que cada español llevamos dentro, y convenga más bien aguardar a que la dinámica social y política vaya echando las raíces necesarias para una reforma capaz de no empeorar las cosas. De momento, la crisis va a facilitar la revisión de excesos tan evidentes como la proliferación de autoridades, delegados, representantes y demás altos cargos, de universidades a pié de barrio, televisiones sin fondo y demás parafernalia excesiva. Por algún sitio hay que empezar.
Y tiempo al tiempo; el problema de las regiones, nacionalidades o como se les quiera llamar no es de ellas, sino de todo el país, ni tampoco de hoy. Salvador de Madariaga ya tenía escrito medio siglo antes de nuestra Constitución del 78, en un artículo publicado en febrero de 1923 en «El Sol» : “Que el catalanismo sea nacionalismo o regionalismo, que Cataluña sea nación o región, es discusión tan baldía como el que el catalán sea una lengua o un dialecto. Juegos para casinos de provincias”. Pues eso.