Pese a veintiséis años de silencio, de Leopoldo Calvo Sotelo se sabe más hoy que cuando depositó la presidencia del Gobierno en manos de Felipe González. Desde primeras horas de la tarde del pasado domingo, colaboradores, compañeros, incluso antiguos adversarios en su paso por la política nacional, amigos y familiares no han escatimado los mejores juicios para el hombre que acaba de rendir su vida.
Leopoldo Calvo Sotelo fue siempre un hombre discreto. Tan inteligente como discreto, tan seguro como discreto, tan leal como discreto, tan noble como discreto. Por eso no perdió demasiado tiempo en componer su figura, ni falta que le hizo. Fue el único presidente del Consejo de Ministros que no pasó por el protagonismo del cartel electoral. Cabría incluso decir que su peculiar modo de estar no hubiera sido su mejor arma para la conquista del poder; sí lo fue su forma de ser.
Como las naves que vuelan más allá de nuestra atmósfera hay políticos que requieren de una lanzadera. Su destreza no reside tanto en el carisma que traspasa como en la fuerza interior para mantener un rumbo cierto. En ambos casos, carisma y determinación, son determinantes los principios, y las formas, y los compromisos interiores. Quizá combinados de formas diversas, pero en la aleación que forjan las personalidades que merecen la pena siempre acaban encontrándose altas dosis de inteligencia y humildad, de valor y responsabilidad, de firmeza y flexibilidad; de humanidad en suma.
Leopoldo pudo hacer lo que hizo, avanzar unos cuantos pasos más en la normalización de la convivencia nacional, gracias a valores que reunía de forma bastante excepcional. Se quemó en la misión que estaba llamado a coronar como antes se había quemado su lanzadera y jefe político, el presidente Suárez. Y no todos los políticos se la juegan tratando de sofocar rescoldos de antiguos incendios. Hoy prolifera en ese mundo la intriga para el medro personal; tanto que ya resulta extraña una virtud tan básica como de escaso cultivo: la lealtad. El presidente Leopoldo Calvo Sotelo y Bustelo la vivió de forma ejemplar y discreta, con la naturalidad que confiere la nobleza.