No existen razones para esperar peras de los olmos. Y sin embargo la fe forma parte de la naturaleza humana, tendemos a creer más allá de la lógica y de las experiencias vividas.
Abierto un nuevo período político, lo llaman legislatura, quien más y quien menos alberga la esperanza de que populares y socialistas puedan volver a hablar de las cosas que a todos importan. Aunque no haya un solo dato del que colgar tamaña ilusión. Es más, el hecho de que Zapatero y Rajoy ni se saludaran la pasada semana en el acto oficial que honraba a los muertos del 11-M es el peor síntoma posible del estado de la situación.
Lo extraño es que no se abran horizontes distintos, que no irrumpa en el escenario una nueva ola de ciudadanos libres y dispuestos a despabilar a los atenazados por la pesadilla del mal menor, a los instalados en lo malo conocido; a romper con tanta trinchera berroqueña levantada a golpe de prejuicios y mala leche.
Terminará por ocurrir; la duda estriba en el cuándo, en cuánto tiene que llegar a deteriorarse la convivencia para abrirse la crisis. De la lisis a la crisis. Mientras, las ganas de que las cosas vayan bien mantienen en pié esperanzas tantas veces insatisfechas. Porque, además, no suele ser cierto que los políticos tomen nota de sus errores, como tampoco lo es que los votos comporten mandatos imperativos más allá de lo que cada candidato ofreció. Y en eso de ofrecer no se lucieron, por cierto. Ni una meta, próxima o lejana. Ni una razón para soñar un escenario mejor.
Y sin embargo, hay cosas serias de las que podrían comenzar a resolver Zapatero y Rajoy antes de bisar la goyesca tragedia del garrotazo y tentetieso. Por ejemplo, salvar la administración de justicia. Salvarla de la partitocracia y de la prevaricación; desenterrar a Montesquieu y sepultar el uso alternativo del Derecho. Sería como empezar el principio.