Ya marcha el primero por la senda electoral repartiendo contradicciones y euros a granel.
Desde el púlpito adornado con los tafetanes de la vicepresidenta, se proclama implacable contra quienes hace tres meses eran dignos hombres de paz, presume de que el Estado es más fuerte que nunca y revela su gran iniciativa personal: España, imagen de marca.
No importa que el español se reduzca a tres tristes horas en escuelas públicas gallegas, o lo de alguna selección regional haciendo el ridículo en torneos internaciones. No importa, ni aún presidiendo Xunta y Generalitat compañeros socialistas. Tampoco importa saber qué es un Estado fuerte, pero sospecha que hoy suena bien. Como lo de España; los Estatutos pasaron, piensa él, como todo pasa. Y así pasaron los etarras a unos cuantos ayuntamientos en el norte y a punto estuvieron de hacerlo al gobierno foral de no haber cambiado de opinión, algo tan suyo, en el último instante.
Y por euros que no quede… el 5 de julio se sintió llamado a salvar la familia regando con dos mil quinientos euros la llegada de cada bebé; desde entonces se afana por satisfacer la oferta de votos que genera el desconcertante papel asumido por la oposición popular.
Fino de olfato para apañárselas entre los vericuetos del poder, no le bastan los pensionistas, siempre tan traídos y llevados; hay que tirar a cuanto se mueva; pluma o pelo, poco importa. Y que nadie se vaya de vacío: dale al salario mínimo Caldera, que Solbes cuadrará la cuenta.
Y en estas, el señor presidente tiene el tupé de autoproclamarse persona coherente. Coherente o constante como la veleta, siempre aproada al viento, venga por donde venga; tan pronto apuntando al este como al oeste, al norte como al sur. “Nunca lo haré”, dijo hablando de subir el salario mínimo ante unas elecciones. Pues ahí lo tienen. Saltando el abismo de la incongruencia con la mayor naturalidad, con la misma ligereza con que ayer dijo que lo de Nación es un término discutible y discutido y hoy se llena de balón hablando de España. ¿En qué quedamos, hombre de Dios, y por cuánto tiempo?
No hay dirigente político, fuera de su partido, que no haya puesto en solfa la coherencia del señor presidente. Ni uno; desde Llamazares a la Lasagabaster, de Carod a Rajoy pasando por Pujol, regionalistas aragoneses, cántabros o canarios, nacionalistas gallegos, vascos, en fin, todos, se mofan de la credibilidad presidencial.
Dentro de su propio partido, también. Pero ahí siguen los socialistas españoles, embelesados por la liviandad de la veleta que orienta sus pasos hacia nadie sabe dónde. Eso sí, de momento continúan disfrutando de las comodidades del poder.