Cuando las leyes no se cumplen y las sentencias tampoco, cuando el Tribunal Constitucional parece más interesado en satisfacer intereses políticos del partido en el Gobierno que en resolver recursos pendientes, o cuando el suicidio de un ser humano más merecedor de conmiseración que de admiración concita homenajes e incluso el reconocimiento de gente tenida por sensata, es que hay algo que no funciona. Nos está pasando aquí.
Es como si una especie de anorexia de valores se hubiera adueñado de la ciudadanía, comenzando por sus representantes sociales y políticos. Se piensa que todo acabará arreglándose por sí solo, como si fuéramos gobernados por un servomecanismo capaz de hacer que las cosas pasen a ser como convenga en cada situación. Por supuesto que nada importa el cómo deban llegar a ser, hasta ahí podríamos llegar; lo peor es que tampoco interesa lo que son.
La sentencia reciente sobre la bandera nacional correrá la misma suerte que el mandato constitucional y la ley ratificada por el supremo órgano jurisdiccional. Porque el Gobierno, que es quien está encargado de hacer cumplir leyes y sentencias, mirará para otro lado como han venido haciéndolo todos los gobiernos habidos desde 1978. En esta ocasión no se trata de satisfacer posibles intereses derivados de los tratos con los terroristas –que también- sino simplemente de que el principio rector de la vida política es “para qué echar más leña al fuego”… al fuego que los propios gobernantes acostumbran a prender.
Si con lo de la bandera la capacidad de imperio del Supremo se verá muy mermada, lo de los recursos de inconstitucionalidad sobre el Estatuto de Cataluña está arruinando el prestigio que pudiera conservar el T. Constitucional. Su dilación ad calendas grecas no trata tanto de orillar el problema hasta que las elecciones generales sean pasadas –que también- sino de evitar las consecuencias de deslegitimar el referéndum con que la Generalitat quiso galvanizar aquel texto a todas luces inconstitucional.
Es decir, en lugar de hacer frente a la realidad, las cosas tal y como son, lo que hacen quienes gobiernan es el avestruz: cabeza bajo el suelo hasta que escampe. Es lo propio de la situación, como registra la actualidad de Cataluña. La Generalitat echa las culpas a Madrid; los socios del tripartito y la oposición, a la ministra, y Maleni –la ministra- se esconde bajo la sombra de su jefe, el señor presidente. Por cierto, ¿para qué querrán las autoridades catalanas el aeropuerto del Prat si no aciertan a administrar los trenes de cercanías o la red de autopistas?
¿Y qué decir de los aspavientos habidos tras el suicidio en aquellas mismas tierras del ex mosén Xirinachs? Demasiado huérfana de valores ha de estar una sociedad para que nadie se atreva a poner a cada cual en su sitio. Porque una cosa es la piedad de los muertos, y otra jugar con los referentes históricos de un país de ciudadanos libres.