Nos habíamos olvidado del miedo y hoy muchos españoles vuelven a tomar ciertas precauciones al salir de casa. El esperado y temido cerrojazo de los terroristas al sueño “pacifista” de Rodríguez Zapatero ha dado al traste con muchas cosas. La credibilidad del señor presidente del Gobierno es hoy nula, cero.
A partir de ahora la imaginación y esfuerzos de los que mandan estarán volcados en encontrar la salida del laberinto en el que ellos solitos se encerraron. Llegarán hasta la muerte de Viriato para acusar a la oposición de lo inimaginable pero, sobre todo, harán lo imposible para no soltar el hilo de Ariadna que les llevó hasta el poder: la vigente Ley electoral, de cuya maliciosa interpretación derivan buena parte de los problemas abiertos por el señor presidente.
El tema viene de atrás, desde que nuestros políticos pasaron de los buenos propósitos constituyentes a la confrontación en las urnas.
En las primeras municipales, 3 abril de 1979, ganó la UCD; medio millón más de votos que el PSOE y más del doble de concejales en toda España. En Madrid como en Jaén, por poner dos ejemplos distantes, los candidatos centristas fueron más votados pero no pudieron gobernar; quince días después del paso por las urnas, aquellas y otras ciudades tenían alcalde socialista.
En el ara del poder no se conjugaron programas, sólo intereses, y se sacrificó el fair play recién instalado entre los dos grandes partidos nacionales. Los hechos denunciaron que la palabra dada –que gobierne la lista más votada- no tenía valor de ley, y que pesaban más las razones de partido que los votos ciudadanos. Tierno pudo ser así alcalde de Madrid, y los perdedores concluir que habían ganado.
Tenemos el peor sistema electoral posible y nadie ha movido un dedo para cambiarlo. Fue establecido en 1977 con dos objetivos: dar voz a todos en la hora de acordar la Constitución, sistema proporcional y una sola vuelta, y estructurar la representación ciudadana sobre los partidos entonces incipientes, de ahí las listas cerradas. Treinta años después nada de aquello tiene sentido; es más, constituye el mecanismo perfecto para burlar la voluntad de los electores con la ley en la mano.
Quizá resulte ilusorio pensar en su reforma. Los populares no lo hicieron cuando podían –uno de los puntos negros de la mayoría absoluta de Aznar- y el engendro le viene de perlas a la actual superestructura gobernante para ir trampeando y hacer que gobierna, sin que parezca importarle demasiado su dependencia de socios de tan poco fiar como los que le sostienen.
Hoy y aquí ser la lista más votada suele costar mucho y puede no valer nada. Depende de combinaciones e intereses ajenos a los ciudadanos afectados por el cambalache. La perversión está en la propia ley; no hay partido que haya renunciado a sacar ventaja de ella, unas veces mediante pactos secretos, otras fomentando el transfuguismo. Es el mejor caldo de cultivo para alimentar tantas formaciones “ad hoc” de carácter local y regional que parasitan la vida nacional.
En este escenario se hace irrelevante quién gane o pierda unas elecciones. ¿Pierde quien habiendo perdido se alza con el santo y la limosna? ¿Gana quienes habiendo ganado quedan a verlas venir? Este juego de picardías y vanidades no tiene sentido. Sufrimos un sistema electoral basado en la mera ratificación de la voluntad incontestable de los partidos. No les basta con las listas cerradas; la supervivencia de sus dirigentes necesita controlar el después. Por ello no pueden permitir la segunda vuelta y así, hurtando esa decisión al elector, acaban de cerrar la libre expresión de la voluntad popular.
No todo vale en la democracia representativa. ¿Es que alguien pidió el voto para venderlo al día siguiente? Hemos llegado al punto en el que ya ni se arguye lo de la gobernabilidad.
En fin, casi nada de esto tendrá sentido para quienes no miran más allá de la primera plana de su periódico del día siguiente. El cortoplacismo, la ocupación de una alcaldía perdida, interesa más que el análisis del voto en las regiones más dinámicas del país y de cómo ha cambiado el registro de estas mismas en el decenio último. No es menor, por ejemplo, que Cataluña o Vascongadas hayan sido sobrepasadas por Madrid y Valencia. Como tampoco lo es que el granero socialista de votos se aloje en las zonas rurales de las regiones menos desarrolladas y más favorecidas por la redistribución pública de la renta. O sea, subvencionadas.
Hoy nadie se atreve a hablar de los “burgos podridos”, como Azaña hizo al perder las elecciones del 33, cuando en Valencia sólo sacó tres concejales su partido. “¿Pero qué porquería de ayuntamiento es esta; están todos podridos?”, estalló repasando los resultados de las urnas, contaba Fernández- Flórez. Lo de los burgos podridos fue una de las pocas cosas que importamos del Reino Unido, aunque mal y tarde, cuando allí ya lo habían resuelto. Los originales, los “rotten boroughs” británicos, eran distritos sin electores cuya representación se compraba.
Cuando la práctica entró a formar parte de la vida política de nuestra Restauración, junto a otras como “el encasillado”, o el puro y duro pucherazo, en Londres ya era agua pasada. Y es que la cosa había llegado al extremo de que de 200 escaños en los Comunes, 143 pertenecían a circunscripciones vacías, mientras las nuevas urbes industriales apenas estaban representadas. Grey, un primer ministro inteligente, hizo en 1833 la reforma necesaria y los ciudadanos comenzaron a decidir por cuenta propia. Ni tories ni whigs pueden desde entonces manipular el destino de los votos.
¿A qué esperamos para que los nuestros no se pierdan, cara o cruz, en el vuelo de una moneda? ¿Alguien habrá capaz de defender que la mitad de la población balear (un 46%) sea burlada por la suma de media docena de grupos marginales sin otro afán común que el manejo de la pasta? De Navarra, no hablemos.